No hace demasiado comentaba aquí mi desafección por esas plataformas de la cultura articuladas en torno a discursos genéricos. Hoy, en cambio, voy a defender un proyecto forjado durante estas últimas navidades y que se pone en marcha con un ideario mucho más preciso y autoexigente. El nombre no es particularmente original (La Liga de las Artes) pero su espíritu sí difiere de tanta charlatanería como hemos escuchado por ahí. "Por miedo, por desconocimiento, por desidia o por ambición mal dirigida", reza su manifiesto, "hasta ahora la actitud mayoritaria de la profesión teatral ha sido la de criticar en los bares y callar en los despachos". Estaba haciendo mucha falta esta sinceridad: reconocer la responsabilidad de la propia profesión en el desastre circundante es una etapa por la que resulta imprescindible pasar si de verdad se pretende salir adelante, pero hasta ahora se había eludido la autocrítica en casi todas partes. Los objetivos de la Liga son, también, concretos y no mera retórica: si el Ayuntamiento no sabe qué hacer con sus espacios teatrales ni cómo sostenerlos económicamente, ¿por qué, en vez de mantenerlos cerrados y abandonados no los cede a los propios profesionales para que éstos organicen una autogestión, previa presentación de proyectos artísticos y económicos sólidos y argumentados? La Liga tiene un lema acorde con su espíritu cívico (Está en nuestras manos) y está compuesta por un número aún pequeño de gente pero en el que se cuentan profesionales nada propensos a la frivolidad y sí al trabajo duro, como Aitana Galán, Luis Caballero, Pilar Almansa o Luismi Gónzalez Cruz. Mucha suerte, compañeros.