Eloy Tizón

Como ocurre en Casa tomada, de Cortázar, una fuerza ciega expulsa a la pareja protagonista de Niños en el tiempo, la última novela de Ricardo Menéndez Salmón, de su propio hogar. La fuerza, en este caso, de la desgracia. Un niño muere y a partir de ahí todo cambia, el paisaje moral se rectifica "como cuando se pasa una mano por delante de una vela". Esa mano -y esa vela- no son otra cosa que la propia escritura de Menéndez Salmón, empeñado en perseguir los reflejos y temblores asociados a la pérdida y al duelo. ¿Con qué armas afrontar lo insoportable?



De nuevo en estas páginas hay ofensas y derrumbes, noches feroces y vida en llamas, además de la constatación íntima, respirada y cruel en cada línea del texto, de que el lenguaje no va a salvarnos y, sin embargo, es todo cuanto tenemos. La pareja deambula por el esqueleto de una iglesia abandonada y en estado ruinoso: los dioses han huido, sus muros no son más que un estuche vacío en medio de la nada donde florecen los ecos y fantasmas de pasados siglos, pero sí están las palabras que nombran su ausencia, y eso ya es algo. Insuficiente tal vez, pero algo. Con dignidad de iglesia vacía, Menéndez Salmón levanta en cada novela un muro de carga que le sitúa en la estela de los grandes indagadores europeos, aquellos que -como Bergman ayer y hoy Haneke- han hecho del desconsuelo un destino y de la negativa a acomodarse una disciplina de lucidez. Menéndez Salmón es un escritor que no teme a las mayúsculas. Esto le convierte en una rareza y en una música tan poco complaciente como necesaria. El arte es una herida lenta y puede que la luz sea más antigua (aún) que el amor. Pese a todo, aquí seguimos. También serviría intercambiar el orden de los términos. Niños en el tiempo. Tiempo en los niños.