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Opinión

A.F.

14 febrero, 2014 01:00

Ignacio García May

Que la combinación Boadella/Arturo Fernández haya llamado tanto la atención es prueba de lo muy dañado que está nuestro teatro por la compartimentación: lo público, lo privado; lo moderno, lo clásico; lo tuyo, lo mío. En realidad, los trasvases entre las diversas esclusas del espectáculo son de lo más fecundo. Recuérdese, por poner un sólo ejemplo, cómo Strehler eligió en su momento a Doménico Modugno y a Milva, entonces no considerados "actores serios", para hacer la brechtiana Ópera de los tres peniques: la producción resultante entró en la leyenda. Pero además es que Arturo Fernández no es ningún novato. Es posible que en los últimos años se haya acomodado excesivamente en su papel de caradura simpático, pero hay una extensa carrera detrás del chatín. Mi primer recuerdo suyo es de protagonista en un Estudio Uno de gemelos suplantadores, ¿Quién soy yo?, y le he visto haciendo cosas tan distintas entre sí como Los cuervos, notable drama de Julio Coll, o El sonido de la muerte, título esencial del cine de terror español. Este Don Juan se merecía un texto de altura, pero el espectáculo se conforma con presentarnos una decepcionante colección de simplezas sobre lo antiguo y lo moderno, sobre los hombres y las mujeres. Pese a todo, me gusta muchísimo ver a Arturo Fernández compartiendo escenario con actores de otra generación, como David Boceta o Mona Martínez. Me gustaría todavía más verle, a él y a otros de su estirpe, haciendo los textos de Mayorga o de Cunillé, de María Velasco, Alberto Conejero o Félix Estaire. El día en que esto suceda habremos devuelto a nuestro teatro un bien escaso pero muy preciado: el de la normalidad.