J.J. Armas Marcelo

Cortázar y Vargas Llosa caminan por París. Son los sesenta gloriosos para el boom. De repente, Cortázar le señala a Vargas Llosa una puerta al otro lado de la calle. "¿Ves la mano?", le pregunta. Mario no ve la mano. Eso le dice. Ve la puerta, pero no ve la mano. La mano en la puerta entreabierta. Cortázar vuelve a señalarle. A la tercera vez, y haciendo acopio de sumo interés, Mario ve la mano detrás de la puerta. Cortázar, el mágico, la vio sin apenas mirarla. Mario, el naturalista, tuvo que mirarla tres veces a fondo para vislumbrarla. Son dos maneras de mirar que delatan dos maneras distintas de ver y estar ante los momentos mágicos. Vargas Llosa contó la anécdota en el curso que su Cátedra tuvo sobre Cortázar en la Complutense, en El Escorial, durante el verano pasado, ante Aurora Bernáldez, viuda del escritor argentino. Experiencias de este género las tenemos todos los escritores que andamos detrás de la magia porque sabemos que eso que llamamos magia es una manera de mirar y de ver, casi de estar en la vida.



Una vez en Bombay, salí del hotel en el que nos hospedábamos hasta la entrada del hotel. Era de noche. Allí estaba ya en marcha el autobús que nos llevaría al aeropuerto en unos pocos minutos. Todos estábamos eufóricos porque regresábamos a España y el viaje a India había sido una epifanía tan satisfactoria como extraña. Digo que salí hasta el autobús y, de repente, me encontré con una chica de unos diez años, llena de harapos, sucia, pero bellísima y reluciente. Con unos ojos verdes deslumbrantes y asombrosos. Y una sonrisa angelical que destrozaba mi alma occidental. Me extendió la mano derecha pidiendo por caridad una limosna. Rebusqué en uno de mis bolsillos y le alargué un billete de diez dólares. Me salió del fondo del corazón. Los ojos de la niña india casi se salieron de sus órbitas cuando vio aquella -para ella- fortuna en su mano. Hubo un gesto de gran alegría e, inmediatamente, un gesto de respeto al que yo respondí. "Namasté", le dije. Y ella continuaba allí, estática, como hipnotizada por la luz que salía de aquel hotel de ricos, situado en el centro de Bombay. ¿Cómo había podido saltarse aquella maravilla el cinturón de seguridad y de selvática riqueza de la "city" de Bombay, de dónde venía, de qué página de pobreza bíblica, de qué submundo? Entré un momento a llamar a mi amigo Luis Mariñas para que saliera a ver a la niña y le diera otro billete de diez dólares, pero cuando Mariñas salió ya no había nadie. Sólo el autobús en marcha esperando por todos nosotros, que ya empezábamos a entrar en él. Luis Mariñas y yo nos miramos. "Literato, fantasioso", me dijo. Me sonreí como me sonrío ahora, que escribo sobre aquel episodio ya convertido para mí en un recuerdo inolvidable, de esos que se archivan en el fondo del corazón y nunca más salen de allí, ni siquiera después de veinte años, que es más o menos la fecha de mi primer viaje a la India.



Los occidentales pasamos por aquella zona del mundo haciendo fotografías e hinchándonos a curry, y casi nunca se nos da el privilegio de asistir a un milagro. En mi caso, una niña india de diez años pidiendo limosna en la puerta de un hotel de lujo para indios muy ricos y occidentales que durante los días de turismo nos creemos multimillonarios. El sufrimiento de aquella niña que recorría en la noche las calles desérticas de Bombay, un enorme suburbio más grande que Londres, donde la gente, incluso para dormir, se agolpa en las arenas putrefactas de las playas, no se me ha podido olvidar, con todo lo olvidadizos que solemos ser los occidentales en estos casos.



La mano que vio Cortázar en una calle de París, en una puerta entreabierta, y la niña que yo vi en Bombay, en un hotel para ricos, son pura física cuántica: si le damos las vueltas necesarias, veremos que los dos episodios están relacionados. Lo sé porque cuando Mario Vargas relataba aquel episodio de París con Julio Cortázar, a mí se me saltó la memoria a Bombay, exactamente en el momento en que aquella fantasía en forma de muchacha pobrísima se me presentó cuando ya salíamos de India. Al final, ya en el autobús, al fondo del paisaje de la playa vi la silueta de la Isla Elefanta...