Image: Inocencia y entusiasmo

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Opinión

Inocencia y entusiasmo

7 marzo, 2014 01:00

Gonzalo Torné

6:05. No se trata de un número cabalístico, pero ha recorrido estas semanas la Red antepuesto a una extraordinaria cantidad de comentarios admirativos. Me refiero, por supuesto, a la duración del laberíntico plano-secuencia que señalaba el ecuador de la "serie del momento", True Detective, una opresiva y onírica caza del asesino serial ambientada en una Lousiana no menos opresiva y onírica. La avalancha propició un tuit de Alberto Olmos: "¿cuándo una metáfora o un pasaje de una novela generará tal cantidad de comentarios y elogios?", que me ha hecho reflexionar no tanto en el "cuándo", sino en el "porqué" de este entusiasmo contagioso.

Se me ocurre en primer lugar que la ficción televisiva atraviesa una prolongada edad de la inocencia en la que muchos de sus recursos técnicos y narrativos se celebran como relativas novedades dentro de su propia tradición (el flashback y el flashforward, el protagonista liquidado a la mitad del relato, el montaje paralelo, la narración subjetiva, las elipsis, el rodaje de pasajes imaginados sin marcas que los distingan, el narrador poco fiable...), aunque son bastante frecuentes en largometrajes o novelas. Celebramos el "plano-secuencia" de True Detective porque una set-piece rodada con este vigor y precisión coreográfica es "historia de la televisión", y lo juzgamos con más generosidad que en un largometraje.

Parte del ardor provendría de que acogemos la ficción televisiva como algo propio: más doméstico que la sala de cine y a cuyo desarrollo asistimos en vivo; pero intentemos darle una vuelta más al asunto. La narrativa televisiva se sustenta en los giros de la trama, los diálogos cortantes y los cambios bruscos en el temperamento de los personajes; con notables excepciones está pensada para mantener cautivo a un espectador menos leal que quien se compra un libro. La información suele presentarse en forma de rompecabezas para involucrarle como agente activo (pero con el cuidado de no suministrarle nunca las piezas necesarias). Ambos rasgos le suministran a la ficción televisiva la apariencia de estarse elaborando delante de nosotros. Esta impresión se beneficia del "continuará", viejo como el mundo, y que en su momento situó la narrativa de Dickens a niveles de popularidad inalcanzables hoy: no sólo sentimos el deseo de saber cómo sigue, sino de saberlo antes de la próxima entrega, para no perder comba.

La Red cohesiona y amplifica este proceso: pone en contacto a los seguidores, proporciona espacio para compartir las especulaciones sobre el desenlace, nos induce a convertirnos en críticos por entregas. La Red refuerza la falsa impresión de que las series son una obra abierta y participativa, contribuye a la ficción de que se trata de una ficción elaborada en presente, y madura así en sus espectadores las semillas de un entusiasmo para el que sí costaría encontrar un precedente.

La presión de contentar

El reverso oscuro de la expectativa es la presión. Los guionistas televisivos se ven desplazados en la mente de sus seguidores más entusiastas del papel de "creadores" al de "empleados". Uno sospecha que en los finales deliberadamente ambiguos de algunas series célebres ha influido esta vigilancia. El pavor más extendido en la Red es que todo a fin de cuentas sea un "sueño", terror atávico con el que se juega en el final alternativo de Breaking Bad. A la espera de que empiecen a filmarse diversos desenlaces de cinco minutos para contentar las principales líneas interpretativas, la solución más elegante que conozco es la que los responsables de Sherlock dieron para explicar el suicidio del protagonista, con el que casi se cierra la serie: integraron en plano casi de igualdad, y con mucha guasa, las mejores teorías elaboradas durante dos años en Internet para justificar la "resurrección". Un guiño no sólo a sus fans sino también al bueno de Conan Doyle, forzado a reemprender las historias del personaje por el acoso de unos fans enfervorizados, precursores de los que hoy en día le exigen a George R. R. Martín que cuide su peso, no se nos vaya a morir antes de terminar Juego de Tronos.