Image: Autobiografía

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Opinión

Autobiografía

21 marzo, 2014 01:00

Marta Sanz

El otro día me tomé una cerveza con Constantino Bértolo en la plaza de San Ildefonso. Y descubrí que, aunque lo conozco desde hace más de veinte años, él sabe de mí más que yo de él. A lo mejor ésa es una de las diferencias entre el que lee (escucha) y el que escribe (parlotea). Constantino me cuenta que vivió doce años en la calle del Pez y de repente tengo la sensación de que el barrio que yo siempre había considerado mi barrio es, en realidad, el barrio de Constantino. This is not a love song. Pero se le parece mucho.

Bértolo fue mi profesor. Me enseñó que fondo y forma son indisolubles; que el texto y el contexto son prácticamente lo mismo; y que escribir bonito no es igual que escribir bien. No es poco. Publicó mi primera novela y me ayudó a ponerle nombre mientras comíamos huevos fritos. Me publicó dos textos más, me los puso patas arriba, lloró conmigo, me sugirió que ya era hora de que escribiese una novela donde en lugar de mirar las piernas de los futbolistas me fijase en el partido entero (sic) y, cuando vio las orejas a uno de esos lobos que pululan por las empresas culturales, me invitó a que empezase a volar sola. Me sentí desvalida. Lo mismo les ha pasado a otros por mucho que a mí me guste sentirme especial. Braceé durante años pero he seguido compartiendo con él las cosas de la escritura. Me fío de Constantino y me pongo nerviosa cuando no tiene nada que objetar porque entonces temo estar equivocándome.

En San Ildefonso, como siempre, Bértolo me volvió a disipar un espejismo. No sé a cuento de qué salió "el campo literario" (sic, again). Entonces, él me miró y me dijo: "Marta, aquí no hay campo: aquí lo que hay es un campillo". Ese es Bértolo: quien lo probó lo sabe.