Gonzalo Torné
El final de la serie televisiva True detective ha levantado en la Red una serie de protestas indignadas con un matiz interesante: muchas van más allá de la valoración crítica para adentrarse en el terreno de la decepción personal. Leyendo se tiene la impresión de que el motivo principal para escribir estas reseñas era denunciar una traición.Aunque también a mi juicio el desenlace de la serie es un tanto bochornoso (con esa mano de amor tendida al fondo del abismo y la expiación por las lágrimas que evocan la atmósfera del añorado Marcelino pan y vino), no comparto para nada el disgusto. En primer lugar porque la serie me procuró seis horas de enorme diversión, y en segundo lugar porque el final parece coherente con el asunto central que la serie ha ido devanando (y que supo reconocer enseguida Milo J. Krmpotic en una soberbia secuencia de reseñas escritas a las pocas horas de su emisión en Estados Unidos: la exposición de la masculinidad en crisis, y la posterior redención de las faltas cometidas por dos inadaptados sociales en un entorno dominado por el crimen. Todo cocinado al gusto del espectador estadounidense medio.
Hace poco más de un mes dediqué una columna ("Inocencia y entusiasmo") a razonar sobre cómo Internet modifica nuestra experiencia como espectadores de series televisivas. La conclusión a la que llegaba puede ayudar a comprender el matiz de decepción íntima que anima tantas de las protestas: "La Red refuerza la falsa impresión de que las series son una obra abierta y participativa, contribuye a la ficción de que la elaboramos en presente".
Vuelvo a este asunto impelido por un artículo de Óscar Broc titulado de manera elocuente: "¡Basta! Cómo Internet está empezando a matar nuestras series favoritas". Broc parte de lo que él denomina el "barullo digital" que se arma cada vez que una serie despunta: "blogs dedicados exclusivamente a la serie de marras, torrentes de teorías sobre posibles desenlaces, guiños culturales, libros que tienes que leerte antes de verla". Según Broc el "sobreanálisis y los elogios flamígeros" van tejiendo en el cerebro de los espectadores una serie espuria que ni siquiera se desarrolla en paralelo, sino que va por delante de la emisión real, y que termina por proyectar un "final idealizado" en el que debería desembocar la serie si estuviese "bien hecha".
Como no se trata aquí de resolver una ecuación en el lenguaje común del álgebra, sino de esperar a ver cómo se combinan las casi infinitas variaciones de la imaginación sería algo insólito que ambos finales coincidiesen. Es inevitable caer en lo que Broc con una formulación brillante denomina "el anticlimax inducido", la trampa que los espectadores con su celo se tienden a sí mismos. Broc cita varias series pero en el caso de True Detective parecería evidente que hemos confundido las referencias culturales dispuestas como cebos con elementos estructurales, decisivos; que el disgusto proviene de comparar el argumento coherente y algo timorato que escribió Pizzolatto (responsable último de unas cuantas horas de diversión) con la serie sugestiva y sutil que la Red nos ayudó a pensar entre todos y que probablemente sólo existió en nuestras cabezas entusiastas.