Image: La inevitable integración del presente

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Opinión

La inevitable integración del presente

25 abril, 2014 02:00

Gonzalo Torné

Hace un par de años bromeaba Rafael Reig en su blog sobre lo que podríamos llamar la "acedia post-promoción" que le sobreviene a los novelistas cuando después de un mes intenso en el que se les solicita e interroga sobre los asuntos de moda, se ve obligado a retirarse a los cuarteles de invierno, y hasta la próxima. Digo esto porque desde que se ha enfrascado en la promoción de su primera novela, Deudas vencidas, el Facebook de Recaredo Veredas ha mutado de la sobriedad que lo caracterizaba a una serie de comentarios ácidos sobre el "ambiente" literario. Me ha interesado en especial un "estado" con el que discrepo amistosamente: "Creo, sinceramente, que quien afirma que la novela moderna debe integrar las redes sociales y las nuevas tecnologías confunde a la sociedad española con el mundillo literario junior. En mi familia solo yo las utilizo con asiduidad. Entre mis amigos no escritores apenas nadie las utiliza (hablo de abogados, informáticos, no de pastores de Soria). En mi entorno laboral no existen".

Dejo para otro momento la consideración sobre la "cantidad" de ciudadanos que emplean las redes sociales, y hasta qué punto los novelistas confundimos lo que allí se cuece con una porción significativa de la sociedad a la que pertenecemos. Prefiero centrarme en la exigencia de "integrar las redes sociales" como un rasgo distintivo de los novelistas que Veredas denomina, no sin causticidad, "modernos". Al fin y al cabo, si atendemos a nuestra novelística diría que la "integración" de las las nuevas tecnologías lejos de ser un reto o un elemento de distinción es ya un fenómeno corriente que ha sobrevenido sin excesivos esfuerzos. No sólo pioneros como Germán Sierra o Vicente Luis Mora, sino escritores de distintas edades como Elvira Navarro, Isaac Rosa, Mario Cuenca Sandoval, Luisgé Martín, Lorenzo Silva, José María Guelbenzu, Belén Gopegui o Álvaro Pombo, las "integran" sin esfuerzo aparente en sus novelas.

No podía ser de otra manera: en la medida que el correo electrónico se ha inserido como un segundo sistema venoso en nuestra vida cotidiana, lo "distintivo" (lo que sí exige justificación literaria) sería recurrir en la narración al Fax o a la cabina telefónica. También el candil y el carromato se fueron desvaneciendo, sin que nadie recuerde ahora mismo quién introdujo la electricidad o el automóvil en la ficción.

Me pregunto si estos espejismos sobre el mérito de "integrar" en una novela lo que ya es moneda corriente en la sociedad, no son el resultado del prejuicio que elaboramos a partir de nuestra masa de lecturas sobre lo que "debería ser" una novela. Los profesores de escritura creativa cuentan que un error recurrente entre sus alumnos es emplear palabras "sonoras" porque han aprendido a identificarlas como "literarias"; y es posible que muchos de nosotros sobredimensionemos (de manera entusiasta o recelosa, da igual) el manejo de elementos decorativos sólo porque están ausentes de la literatura del pasado. Sea como sea, han bastado pocos, poquísimos años, para que las nuevas tecnologías y las redes sociales se acomoden confortablemente en nuestra ficción.

A escala

Si todo va bien la semana que viene nos iremos a recorrer la Vía Láctea, mientras tanto habrá que conformarse con explorar la fosa de las Marianas en cuyo interior se oculta el punto más profundo de la corteza terrestre: el abismo Challenger. El origen de la fosa sigue levantando controversias entre los geólogos, y durante años se consideró que explorarla (a causa de la presión casi inconcebible, la oscuridad total y las bajísimas temperaturas del agua) con un submarino tripulado sería más difícil que enviar hombres a la luna. Para hacerse una idea de su profundidad es útil descender por el scroll de este gráfico que el lector puede encontrar en un curioso blog dedicado a las vertientes más "estrafalarias" de la ciencia. El descenso en las aguas progresivamente más oscuras de la fosa me ha recordado a una versión ‘geek' del elegante y paulatino desasosiego que invade la pupila del espectador mientras se desplaza por un cuadro de Rothko.