Image: En Lardhy

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Opinión

En Lardhy

25 abril, 2014 02:00

J.J. Armas Marcelo

El otro día, en medio de un cocido-homenaje que algunos escritores y amigos le hicimos auspiciados por Ámbito Cultural, le pregunté a Enrique Herreros, un sabio de la memoria, qué sabía del mechero que Ava Gardner había perdido en Don Paco, la taberna de la calle Caballero de Gracia donde se come el mejor marmitako de Madrid. Herreros me dijo que no sabía nada y que todo el mundo, cosa que yo sabía, se atribuía asuntos con Ava Gardner como si tal cosa. "Había un taxista que luego se hizo cantante que decía y decía, pero nada...". Blanca Berasátegui me pidió hace un par de años que escribiera algo de ficción sobre Ava Gardner, y un escritorejo de provincias, mezquino y sórdido, un tal García Ramos, se sacó de la manga que yo decía en un artículo que me había acostado con Ava Gardner en un hotel de Madrid. Así es la vaina. Don Paco me contó un día en su taberna que la actriz había perdido un mechero Dupont de oro en una borrachera de las suyas y que él mismo, Don Paco, se lo guardó para devolvérselo cuando estuviera mejor. Unos días más tarde, la enorme tigresa volvió a comer al Don Paco y el dueño le dijo que había perdido un mechero la última vez que estuvo allí. "Te lo regalo, no lo quiero", le contestó Ava Gardner. Don Paco cuenta ahora la historia como un clásico, pero es raro que Herreros, que lo sabe todo, no sepa este cuento legendario.

En Lardhy, ese día maravilloso y lleno de luz, Milagros, la dueña del local mitológico, anunció que comenzarán en breve unas tertulias literarias los lunes por la noche. ¡A ver si va a resucitar Galdós en medio de la cosa!, le dije a la valiente empresaria que defiende el Lardhy de cualquier acechanza de cierre. Aquí, en Lardhy, hay todavía cuentos e historias que deberían elevarse a literaturas, como el del cocinero de Manuel Azaña, que trabajaba en esa gran taberna de lujo, y que fue condenado a muerte por Franco, después de la Guerra Civil, sólo porque había sido el cocinero de Azaña. "¡Te parece poco!", me dijo un conocido fascista. Lo salvó de la pena capital, según me han dicho, José María de Areilza, y finalmente, luego de años de cárcel y penuria, salió libre, si se puede decir que alguien era libre en aquella posguerra de tristezas y desgracias.

Los cuentos que Enrique Herreros nos contó son tan buenos que no sé reproducirlos, cosa que el propio Herreros, en su bondad castiza, inmensa y universal, me perdonará y hasta me agradecerá. Desde Luis Buñuel y Pepín Bello, con sus bromas públicas, uno vestido de cura y el otro de albañil, hasta las anécdotas de Maruja Asquerino y Emma Penella son una maravilla que no me atrevo, por no saber sobre todo (y por respeto al viejo sabio), a reproducir por escrito en esta crónica. Hay que tener la voz ronca y sabia de Enrique Herreros, y haber cabalgado sobre un tigre por el mundo del cine desde la Plaza del Callao a Hollywood, para poder contar todas esas historias vívidamente como él sabe hacerlo.

Para muchos comensales de ese cocido literario de Lardhy, Enrique Herreros fue un descubrimiento grandioso. Sus relatos son interminables y un regalo para quien tiene el privilegio de escucharlos de boca del propio cronista, que tiene una memoria milimétrica que lo mantiene alejado de cualquier enfermedad de las que se llevan a la gente para la Chacarita, como se decía en mi tierra insular. Comemos en el Salón Japonés, lo que es un lujo no sólo gastronómico, sino literario, político e histórico. Todas las intrigas que han movido la política en España en el último siglo tienen como testigo y lugar este restaurante y su Salón Japonés. Lo de Lardhy es una novela sin final, porque de aquí, entre hechos verídicos, leyendas y conspiraciones ha salido casi todo lo bueno y lo malo de la política española en el siglo XX. Madrid es un gran mercado donde se guardan pocos secretos y se venden todo tipo de relatos que parecen novelas de Valle o de Galdós, esos dos gigantes que se querían tan poco. Como Borges y su cuñado Guillermo de Torre. Un día le preguntaron al Gran Ciego que si se llevaba bien con don Guillermo. "Muy bien", contestó Borges, "ni yo lo veo ni él me oye". Y luego dicen que el pescado es caro.