Agustín Fernández Mallo

Cualquiera podría imponerse la tarea de inventariar todo lo que ve, una rueda, un enchufe, un baldosa, una farola, y llegar a la conclusión de que vivimos en el interior de una red de grandes corporaciones. Podría incluso inventariar lo que hay detrás de todo lo que ve: abrir el enchufe, observar los tornillos, el plástico y el cobre de los cables, seguir esos cables hasta la caja de diferenciales, y desde ahí continuar hasta los transformadores generales de su ciudad, y así hasta el infinito y todo ello de nada valdría, siempre acabaría encontrando una marca corporativa asociada a cada objeto, como si no fuera posible salir de esa red de mercado. Pero también podría seguir el camino inverso: separar el enchufe en sus componentes y cada tornillo separarlo a su vez en los metales de su aleación, y así alcanzar ese componente último más allá del cual no exista empresa o corporación alguna responsable de su fabricación. Ese umbral, ese límite justo antes del cual la leyes del mercado parecen deshacerse, es lo que metafóricamente acostumbramos a llamar lo "natural". No existe, pero simbólicamente funciona.



Recuerdo haber comprado libros en hipermercados, por ejemplo, Diccionario de las artes, de Félix de Azúa, o Las bicicletas son para el verano, de Fernán Gómez. De esto hace veinte años. Que estos libros o similares sean vendidos hoy en un hipermercado es una quimera colosal. Al mismo tiempo se constata el auge de las pequeñas librerías, reinventadas, casi domésticas, espacios de una calidad que prácticamente teníamos olvidada. En el ámbito de la venta de libros, son esas librerías aquel umbral, aquel límite corporativo más allá del cual aparece lo natural. Algo así como las últimas guardianas entre la selva y el desierto que hay a ambos lados.



Que duren.