Image: Programa doble

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Opinión

Programa doble

2 mayo, 2014 02:00

Eloy Tizón

Sería interesante ver, en un programa doble, las películas The Grand Budapest Hotel, de Wes Anderson, seguida por Ida, del director polaco Pawel Pawlikowski. Ambas representan la cara y la cruz de una Europa antagónica, decorativa una, terrible la otra, en el fondo ambas incompatibles.

The Grand Budapest Hotel es visualmente muy rica, pero su narrativa cojea. Demasiado despliegue y encuadres de plasticidad opulenta, para contar muy poco, apenas nada. ¿El robo de un cuadro? Falta verdad, corazón, tripas, todo es demasiado ostentoso, intrincado y superficial, como un huevo de Fabergé o un minué en una cajita de música. Una leve fantasía centroeuropea, soñada por un texano, acerca de una Europa que quizá nunca existió, dulcemente kitsch, cosida con trenes de cremallera, pistas de esquí y nieve de pisapapeles, acelerada por el tamiz de una coloración psicodélica de dibujo animado.

De las pompas de jabón de Anderson al blanco y negro conventual de Pawlikowski media un abismo. Ida sí rezuma una belleza turbadora y honda, de ritmo pausado y radicalidad bressoniana, sin alardes, hecha a base de despojamiento, matices y silencio. Narra la relación entre una mujer con demasiada historia y otra sin ninguna historia, y cómo ambas, tía y sobrina, promiscua y monja, recolocan en unos cuantos días el puzle de su familia judía rota. Hay también un efebo que toca el saxofón, y los guateques tristísimos de la música alegre. Es una película que va directa al hueso, y de eso trata: de huesos. De tumbas anónimas en el bosque, que hay que desenterrar. De un tablero de ajedrez en que las piezas son los cuerpos de los actores, moviéndose al ritmo de John Coltrane. Y un plano final que es toda una declaración de principios éticos, que vale por sí solo el gran guiñol entero de Anderson y que coloca a Pawlikowski entre los mejores de la cinematografía europea.