Gonzalo Torné

"¿Qué será de mi identidad virtual cuando muera, cuando ya no esté para ocuparme?". No es que sea una preocupación urgente para mis conciudadanos, pero es una pregunta que he escuchado o leído con alguna frecuencia. Parte de la curiosidad se alimenta por supuesto del pudor que uno siente al anticipar en qué tramo deberá abandonar la vida, y ante los residuos que imagina que dejara, incapaz ya de desmentirlos o matizarlos. Pero sospecho que otra porción del juego proviene de la intriga que siente la imaginación ante un estado nuevo, posibilitado por la tecnología, y del que no tenemos apenas experiencia social. A mí, sin ir más lejos, me encantaría echarle una ojeada dentro de un par de siglos a un mundo donde cada persona disponga sobre sus antepasados un intimidador caudal de documentos visuales y sonoros en lugar de la media docena de fotografías asalmonadas que podíamos asociar hasta hace bien poco al nombre de alguno de nuestros ocho bisabuelos. A ver cómo se reorganiza con tanto exceso el "culto a los muertos".



Aunque quizás no debamos proyectarnos demasiado en el futuro para contemplar una perspectiva de cenotafios virtuales. Facebook ha calculado que más de treinta millones de sus usuarios habían ya fallecido, y que se le mueren cerca de un millón por curso. Hasta hace bien poco se valía de una empresa subcontratada para rastrear y borrar los perfiles "fantasma". Pero tras un cambio de estrategia ofrece ahora "perfiles conmemorativos" que vendrían a ser los nichos de su "cementerio virtual". En Facebook lo tienen claro: "si cuando alguien nos deja no abandona nuestra memoria tampoco tiene porque abandonar nuestra red social". (Y funcionan ya empresas dedicadas a informarnos si alguno de nuestros contactos ha pasado al estado "conmemorativo"). La cuenta incluso puede mantenerse activa si la gestiona un familiar acreditado. Nada que objetar en el plano emocional, aunque la solución parece un remedo pálido del cementerio tradicional, como esas traducciones que por apego al sentido literal terminan por empobrecer la expresividad del poema.



Otra clase de relación virtual con los muertos es la que la escritora Carmen Pacheco mantenía con su abuela a la que podía ver en una imagen de Google Maps año y medio después de su muerte. En su cuenta de Twitter Pacheco se lamentaba que tras una "actualización" rutinaria de las imágenes su abuela había desaparecido. La noticia (que ha circulado bastante) es que mes y medio después @GoogleLocalMAD restituía la imagen de la abuela de Carmen Pacheco.



Más allá de la emoción que pueda despertar el caso (y del grado de oportunismo que le calculemos a la empresa) señala una manera nueva de despedirnos de nuestros seres queridos. La posibilidad de situar en un mapa virtual, en una localización escogida con cuidado, la imagen por la que nos gustaría que nos recordasen siempre, y que cada uno envuelva ese "siempre" con la cantidad de comillas que le parezca pertinente.

No es serio este cementerio

Si lo pensamos bien, la preocupación de los gestores de redes sociales por acomodar en el ciberespacio a nuestros avatares cuando hayamos fallecido se apoya en lo que bien podría ser un exceso de optimismo. Desde el año 2000 el número de redes sociales difuntas o en estado casi terminal ha ido aumentado a un ritmo tal que ya dispone de su propio servicio de pompas fúnebres: El que fuera rey indiscutible de las comunicaciones digitales, Messenger (pionero en los emoticones y los avatares personalizados) echaba el cierre en 2011; Ping (la red social para recomendaciones musicales) se precipitaba desde el millón de usuarios cosechados en dos días a la clausura en apenas veinticuatro meses; Keteke (un nombre destinado al éxito) nunca pasó de cinco mil usuarios. Y en estado más o menos agónico se encuentran MySpace, Delicious, y los variados intentos (Buzz, Wave…) de Google por adentrarse en un mercado que se le resiste. Vamos, que si uno tiene menos de treinta años parece en condiciones de disputarle el pulso a su red social favorita por ver quién entierra a quién.