Ignacio García May.

Las palabras de José Luis Alonso de Santos, presidente provisional de la recién creada Academia de las Artes Escénicas, aludiendo a ésta como un club, han herido, por lo visto, algunas sensibilidades. Acaso el término no fuera el más adecuado, pero a lo que se refería Alonso de Santos es a que la Academia no pretende (¡faltaría más!) sustituir a las asociaciones profesionales, que son imprescindibles y cumplen diferente función, ni tampoco ser ese tipo de institución a la que uno debe adherirse por compromiso o rutina, sino constituirse en una agrupación de profesionales que se unen libre y voluntariamente para hacer cosas juntos. Su exclusividad, que también ha ofendido a unos cuantos en estos tiempos donde todo el mundo se cree con derecho a todo, responde a idéntico principio. Porque igual que uno no está obligado a formar parte de la Academia, tampoco ella lo está a aceptar a cualquiera: convengamos en que el asamblearismo de pacotilla ha sido cómplice de no pocas catástrofes culturales. He leído por ahí que somos "los de siempre". Yerra bastante esta expresión despectiva, ya que entre los miembros hay gentes ideológica y profesionalmente muy separadas, y algunos tan alérgicos al asociacionismo como un servidor; lo único que compartimos es que todos tenemos unas cuantas décadas de experiencia. Pero también las críticas pueden ser "las de siempre": apriorísticas, mezquinas y destructivas. Precisamente se ha creado la Academia con la voluntad de enterrar rencillas personales (lo cual hace mucha falta) en nombre de una profesión apaleada. Las puertas están abiertas para quienes lo entiendan y lo compartan.