La red del idioma
Gonzalo Torné
Da un poco de apuro comprobar lo antiguas que se han vuelto las películas de ciencia-ficción del siglo pasado en los escasos diez años que llevamos adentrándonos en el nuevo. Y no me refiero sólo a cómo han ido envejeciendo los decorados, que en lugar de convencernos de que la acción está localizada en el futuro ofrecen un catálogo del imaginario futurista que manejaban en los setenta o en los ochenta… Lo más llamativo es que a causa del impulso que han experimentado los sistemas de comunicación (y también las armas, los ordenadores y el instrumental médico) se han quedado obsoletos muchos de los instrumentos que en estas películas emplean los humanos del futuro: extrañas versiones del fax, pantallas fijas en la pared, y ordenadores bajo los que se desarrolla un lío de cables.Aunque el fabuloso desarrollo técnico y la inesperada emergencia de la red haya rebasado la imaginación de los guionistas hay dos aspectos en los que todavía estamos por detrás, incluso de la serie futurista de menor presupuesto: los sistemas de transporte instantáneos y los traductores automáticos. En el primer campo me temo que no disponemos ni siquiera de una línea de investigación convincente; en el segundo, gracias a los numerosos traductores en línea al alcance de cualquiera, nos basta ya con unos segundos para hacernos una idea general de qué significa un texto en un idioma abstruso.
Pese a la indudable utilidad de estos programas tampoco se puede negar que los textos parecen más "traspasados" de un idioma a otro que traducidos. El resultado se parece a mirar un paisaje con los ojos entornados: se advierten los perfiles del significado, pero sin detalle, borrosos. Se ha establecido un debate interesante entre quienes creen que los sistemas de traducción automática mejoraran paulatinamente hasta suplantar a los traductores (como el tractor al mulo), y quienes piensan que se irán afinando dentro de una limitación insalvable que afecta a la misma naturaleza del lenguaje humano.
Si las palabras se limitasen a señalar objetos comunes para todo el mundo bastaría con desarrollar una inmensa base de datos para traducir un texto a cualquier otro idioma. El problema es que el sentido no reside sólo en las palabras, ni siquiera en las normas sintácticas y gramaticales que nos ayudan a ordenarlas; más bien depende de su uso y de su función en un determinado contexto. Contextos que no sólo son complejísimos, y varían de un idioma a otro, sino que mutan con el tiempo. La traducción en red sabe definir qué es un metal, reconoce que un destornillador y una sierra son objetos distintos hechos del mismo material, pero sólo puede decidir a boleo si nos da una sierra para aflojar una tuerca o un tornavís para cortar un árbol.
El cerebro humano se mueve con relativa sencillez entre los distintos juegos lingüísticos donde las frases adquieren su sentido, pero a nuestras potentes redes artificiales les falta cintura y sutileza para emular a la red natural que tejen las neuronas. De manera que pese al desarrollo de sistemas de traducción que tratan de paliar el problema recurriendo a la estadística y a la coincidencia quizás nunca podamos librarnos del balbuceo y las construcciones absurdas que limitan estas herramientas a la consulta rápida, para salir del paso.