Fernando Aramburu

En tiempos antiguos no quedaba más remedio que acudir al campo de batalla para lograr una observación directa del héroe. Luego la literatura se encargaba de ensalzar, con mejor o peor pluma, las gestas. Hoy bastan, para la misma experiencia, los deportes colectivos y el periodismo, y en primera línea, al menos en la zona geográfica donde nos ha tocado respirar, el fútbol. Su poder simbólico es enorme. A fin de cuentas, un partido consiste en la escenificación de una batalla de acuerdo con unas reglas determinadas. Sentido, componentes, lenguaje: todo es bélico. Aquí la defensa, ahí el ataque. A un lado el vencedor; al otro, el derrotado. En medio, las banderas, los vítores, dos estrategias, un desenlace y el trofeo. Para el aficionado, el fútbol supone, además, un antídoto contra los complejos de inferioridad, un acto de pertenencia, un trago de patriotismo. Hoy, júbilo; mañana, llanto.