En la ola de igualdad que nos invade destaca el impacto artístico. El mantra de que cualquier vida es interesante. Puede que todas las vidas tengan el interés de ser vividas, y la prueba es el apego que la inmensa mayoría de sujetos les tienen. Otro tema es que todas las vidas merezcan ser observadas. Hasta qué punto será eso falso que tantísimos sujetos ¡pacientes! juzgan de escaso interés observarlas, o sea observarse. Pese a las evidencias, en los últimos años han proliferado los "relatos familiares", en forma de libros o de documentales. Una serie nutridísima de ejemplos que, con independencia de los aciertos formales que incluyan, vuelven a probar que cualquier vida no es per se material artístico. Hay dos grandes grupos de tipos de interés: los que han practicado la acción, digamos externa, una guerra, un deporte, una odisea y los otros que, en términos machadianos, están en perpetua guerra con sus entrañas, sin moverse del jardín. La gran estrella de los primeros es la fuerza; la de los segundos es la conciencia. En el grueso está toda esa gente sin odisea y sin conciencia. No digo que no puedan ser escritos o filmados, pero quizá sea exagerado hacerlo una vez por semana.



La última incorporación al plan family life (¡qué distinta de aquella mítica familia de Ken Loach!) es el escritor Karl Ove Knausgård, presentado en medio mundo con el habitual redoble de tambores, aunque no toda la crítica (excepcional William Deresiewicz en The Nation) haya pasado por su tubo. Dejé hastiado La muerte del padre a sus cien páginas y me encuentro indispuesto para encararme con Un hombre enamorado. En Knausgård no hay conciencia, solo zombies: pero no de los que escalan el Everest en pantuflas, sino de los que al llegar a casa se ponen las pantuflas y se sirven un refresco. Dios me libre de decir que no son ellos, precisamente, los que sostienen el mundo. Pero su imprescindible función respecto del culo no me obliga a hacerle a mi silla su biografía.