Marta Sanz

Pío Baroja en Zalacaín, el aventurero cuenta una historia. Julio Verne cuenta historias fantásticas con las que aprendimos a leer. Cuenta una historia Agatha Christie en Un crimen dormido. Y Clarín en La regenta. Mendoza en La ciudad de los prodigios. García Márquez siempre. Los géneros narrativos se definen por el hecho de contar historias. Narrativo, contar historias: suena a perogrullada. Acción, espacio y tiempo. Pero ¿cuenta historias Godard?, ¿y Borges en Las ruinas circulares?, ¿sólo una estética realista nos permite contar historias?, ¿los poemas, sobre todo si no son épicos, cuentan historias?, ¿la historia es aventura o vulgaridad?, ¿la historia siempre empieza y acaba? Busque las siete diferencias entre Perrault y Faulkner.



Parece que la narratividad siempre tuviera que ver con la sintaxis del relato, con la distribución de sujeto, verbo y predicado -planteamiento, nudo y desenlace- sobre el carril de una trama. Contar historias sería un proceso que discurre dentro de las tripas del reloj: la grasa sobre la que se desliza la peripecia. Tenemos el oído viciado y estamos esperando el estribillo. Pero la narratividad también es una cuestión semántica y, como dicen los lingüistas, en lengua y literatura todo termina remitiendo al léxico. La sintaxis es una cuestión léxica: se origina en el corazón de cada palabra y en el contorno final de un texto, en el espacio de la interpretación. Una sola palabra puede contener una historia. También contiene una historia -un significado- el desquiciamiento del orden de los factores que sí altera el producto. La historia es el lenguaje y la palabra en el tiempo no es lo mismo que la palabra en la cajita del reloj. A veces escribir es congelar la imagen. Eviternizarla.



Podemos discutir sobre el sexo del arcángel Gabriel. Lo que no podemos hacer es contar una historia sin que nadie la escuche. Predicar en el desierto. Hablarle bajito a un sordo.