¿En qué momento exacto empezaron a transformarse tantos teatreros en predicadores? No hablo del teatro medieval ni de los autos sacramentales; ni siquiera del drama político a lo Brecht, que venía cargado de dogmatismo ideológico pero era visualmente riquísimo y fundamentalmente entretenido. Me refiero a nuestra época, al teatro más reciente: casi a cualquier sitio donde vayas te endosan un sermón sobre lo que el teatro es, o no es, o debe ser, o será. Si hacemos caso a esos puritanos resulta que la comedia es un pecado, el musical algo despreciable, el melodrama un vicio de burgueses sin sensibilidad. Todo lo que el teatro tiene de divertido, de festivo, de placentero, ¡de teatral!, está bajo sospecha porque al parecer ahora resulta que nos hemos equivocado de oficio y que lo que nos corresponde es lanzar homilías desde el púlpito. Nadie pretende que el teatro tenga que abstenerse de comentar la realidad; por el contrario, espectáculos sobresalientes como El Misántropo de los Kamikazes demuestran hasta qué punto puede uno ser comprometido sin convertirse en un pelmazo. Pero según los neocalvinistas del drama hasta el éxito es sospechoso: se les llena la boca hablando de democracia, pero desprecian los gustos del público porque éste se niega a tomarse los espectáculos como mortificación. Son pequeños tiranos, tratando de imponer, sin que nadie se lo haya pedido, un tipo de teatro onanista que al resto del mundo le importa un rábano. "¿Por qué siguen creyendo los arquitectos que, cuando ‘las masas' se ‘eduquen', querrán lo mismo que ellos?", se preguntaban hace años Denise Scott Brown y Robert Venturi. Idéntica pregunta cabe hacer a esos mojigatos. l