Image: La carta robada

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Opinión

La carta robada

11 julio, 2014 02:00

Marta Sanz

¿La soledad en las argumentaciones nos lleva a pensar que nos equivocamos o que estamos en el camino correcto? ¿Dónde ponemos el límite entre ensoberbecimiento y borreguismo?, ¿entre excentricidad y grisura?, ¿entre el sentido crítico y el dolor de no compartir penas por las derrotas deportivas nacionales o por la posición de la empresas españolas en el ranking mundial? El sentido crítico es una cualidad que puede transmutarse en patología snob, pero sobre todo es alfiler que se clava en el centro del ojo. Escuece. En ocasiones los paladines del sentido crítico adquieren la apariencia del aguafiestas o de la mala persona. Pero la mayoría de las veces renuncian a él porque la diferencia cansa: no alabar al Papa Paco, pensar que la gastronomía no es un arte o que la obsesión por la salud -berros, arándanos y omega 3- conduce a la demencia. Los practicantes del sentido crítico se autolesionan y misantropizan. A menudo son presentados como freaks por los medios o excluidos de la honorabilidad: se sacan a la luz los aspectos turbios de su intimidad. Pervertidos. Tocapelotas. Se les echan en cara sus pertenencias y su falta de ejemplaridad.

Sin embargo, la capacidad para percibir el desajuste de la imagen, lo siniestro en la estampa idílica, lo injusto, es herramienta imprescindible para no ahogarse en las inercias del sistema. Para descorrer los teloncillos y descubrir la suciedad oculta tras los amplificadores de Oz. El sentido crítico es el microscopio que ilumina la bacteria perniciosa o el detective que se percata de que la forma más eficaz de esconder algo es colocarlo delante de nuestras narices. Hacerlo tan evidente que deje de verse. Convertirlo en parte de nuestro entorno doméstico: corrupción, avaricia, insolidaridad. Como sucede en el relato de Poe. En nuestros días entraña un grave peligro ejercer de Auguste Dupin.