Agustín Fernández Mallo

Hace años leí un relato, cuya autoría lamento no recordar, que trataba del desguace de trasatlánticos, petroleros, cargueros, ciudades flotantes ahora muertas y en tierra. Los trabajadores, todos ellos locales y varones, provistos únicamente de una especie de pantalón de deporte, despiezaban a mano cada uno de esos gigantes, de modo que cada pieza cortada y separada debía tener un tamaño tal que pudiera ser transportada por un solo hombre. Cada barco podía llegar a trocearse hasta en 1 millón de piezas. El proceso duraba, de media, un año. A fin de que el buque no se cayera y los aplastase, el desguace del barco se iniciaba por los extremos para ir avanzando hacia un punto más o menos central, donde se suponía que se ubicaba el centro de gravedad.



Por otra parte, entre el inicio y el final de ese proceso el barco adquiría infinidad de aspectos, muchos de ellos monstruosos, en función de las formas que iban quedando. A la última pieza -no más grande que una mano-, los trabajadores acostumbraban a llamarla, el alma, y antes de retirarla la observaban detenidamente, en silencio, como si rezaran, pero eso no quedaba claro. Y es aquí donde quería llegar.



Algo parecido ocurre con los libros, me refiero a ese libro que escoges como libro para el verano, ése que parece resultar el núcleo, el resumen, el fin del desguace de todos los libros que has leído durante los once meses anteriores, ése que quizá devores o por el contrario no abras en todo el verano, pero da igual, te compaña como posibilidad, como lugar al que siempre podrás acudir cuando el calor o los niños del vecino amenacen con arruinarte las vacaciones. La primera vez que recuerdo tal sensación fue con Las aventuras de Tom Sawyer. Este año probablemente será En carne viva (RBA) de Edgar Morin.