Marta Sanz

Los escritores nos quejamos del intrusismo en nuestro oficio. En realidad, más que del intrusismo en sí, nos quejamos del éxito de esos intrusos que son el último eslabón de la cadena de montaje de la literatura espectacular: en la línea que va de la producción al consumo, el marketing y la visibilidad de los medios propician que las figuras televisivas se conviertan en objeto del deseo y la curiosidad lectora de los clientes del mercado del libro. Los escritores, sin programa en prime time, nos reímos con sorna al enteramos de la identidad del ganador del premio Primavera o de quién tiene la cola más larga en la feria de libro de Madrid. Yo este año he firmado al lado de Elsa Pataky. Fuimos muy maleducadas y no nos saludamos: obviamente era yo quien debía haber dado el primer paso. Por otra parte, los editores de no ficción buscan al personaje público -televisivo- para que escriba el recetario, tabla de gimnasia, diagnóstico económico, lección de vida, que tal vez levante su cuenta de resultados.



Los escritores nos quejamos con la legitimidad que nos otorgan sabiduría, bondad y pureza, limpios de polvo y de paja, desde una posición moral color inmaculada concepción. No obstante, nosotros también llevamos usurpando el espacio del espectáculo desde hace décadas, fomentando un culto a la personalidad -al personaje- que desdibuja la hipotética importancia del texto. Llevamos una larga temporada participando en programas de televisión más o menos sonrojantes y a veces pagamos el precio de convertirnos en juguete roto. Objetos que el mercado arrumba. Cáscaras de pipas. Paquetes vacíos que se envuelven en papel de regalo. Nadie está libre de culpa ni puede arrojar la primera piedra. Tal vez había que ser muy fuerte para no caer en la tentación. Otros mirábamos con envidia esa manzana que nunca nos invitaron a morder.