Eloy Tizón

Quizá lo más atractivo de la retrospectiva del artista pop Richard Hamilton, que todavía puede visitarse en el museo Reina Sofía, sea el documental que se proyecta en una de las salas. Rastrea la relación de amistad entre Hamilton y Duchamp, y cómo el primero "duplicó" el Gran Vidrio del segundo para su exposición en Gran Bretaña, dado que el original estaba dañado y era imposible moverlo ni que viajara desde Filadelfia. Fue un proceso lento, casi detectivesco y, en gran medida, hipnótico. Para construir su réplica, Hamilton investigó a fondo la artesanía aplicada durante ocho años por su maestro Duchamp (hilos de plomo, com-binaciones alquímicas, secretos), sumergiéndose en los manuscritos herméticos y bocetos de la Caja Verde, para intentar esclarecer algunos de sus enigmas.



La persecución apasionada de estos dos solitarios hacia el gran misterio de la creación artística por momentos evoca la búsqueda del santo Grial. En el documental, no puedo evitar verlos como dos monjes medievales medio chiflados que pugnan por desentrañar el aleph de los vitrales. Esta pesquisa obsesiva, magnífica y algo necia a la vez, al margen de los problemas y urgencias del llamado "mundo real", expresa conmovedoramente la soberana inutilidad del arte al tiempo que su urgencia inaplazable.



Duchamp y Hamilton. Una historia de amistad entre dos ajedrecistas. Radicalmente innovador, elusivo y críptico, el Gran Vidrio es tal vez el Ulises de las artes plásticas. Un monolito fascinante al que hay que enfrentarse sin más remedio al menos una vez en la vida y que genera cataratas de interpretaciones, controversias y -todavía hoy- cierto halo de escándalo. Cerca de cien años después de ser concebido, ese cristal fracturado sigue siendo un hielo incomprensible que nos interpela y sacude. Un espejo provocador. Una ventana salvaje.