Image: La oscuridad

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Opinión

La oscuridad

21 noviembre, 2014 01:00

Eloy Tizón

Una escritura desciende sobre el lector con la misma cadencia con que cae la noche, la claridad se borra, la irrealidad se asienta sobre la nieve y se intuye, quizá, algún indicio de fantasma o al menos su posibilidad cercana. Una oscuridad -puntualiza el narrador- "que no es oscuridad, sino una noche inacabada, parcial, que tiñe el perfil de las casas de un azul hojaldrado".

Algunos crepúsculos no son más que amaneceres fingidos, y por eso el narrador de La oscuridad, última novela de Ignacio Ferrando, cuando vuelve a casa del entierro de su esposa, se encuentra a esa misma esposa, viva en el salón, pedaleando furiosamente sobre una bicicleta estática. ¿La misma? ¿Una impostora? ¿Qué está sucediendo? Para colmo, la vida imita a un antiguo guion de cine que el narrador escribió y descartó hace años para ser protagonizado por su actriz fetiche (su propia esposa muerta, ay) y que llevaba por título, no podía ser de otro modo, La oscuridad.

Estamos ante una noche al cuadrado. Por las rendijas del libro se infiltra un frío noruego, ártico, que empapa cada página y disuelve las certidumbres y los contornos, con personajes llamados Liv o Endre que nadan o chapotean en ese caldo borroso. Título tras título (cuentos, novelas), la obra de Ignacio Ferrando se afianza en torno a parecidas obsesiones: por encima de todas ellas, las duplicidades y el temblor de la identidad, qué es verdadero y qué es falso. Su novela es tanto un homenaje a la poesía nórdica (de Ibsen a Sokurov, de Munch a Kieslowski), como una rigurosa exploración de la pesadilla contemporánea y sus nuevas formas de neurosis. "La oscuridad crónica está aquí para quedarse y es fácil sucumbir al pánico". De toda la narrativa española reciente, la novela de Ferrando es, tal vez, la que más mira de reojo al cine de Bergman. Con voz propia, sin concesiones. Una oscuridad linterna.