Marta Sanz

Antes mi madre me contaba historias del futuro. Lo que podría pasar si. Los relatos y el miedo preventivo forman parte de la educación. Hoy, como ayer, me cuenta historias del presente -novelas, los alimentos de la compra, agravios y felicidades- y también me relata con cierta frecuencia cuentos del pasado. Uno me estremece. Me lo corroboran mi marido y el escritor Carlos Castán. Los tres me describen un barrio -Cuatro Caminos, Estrecho, Tetuán- y sus cines: Montija, Europa, Lido, Carolina, Versalles, Tetuán, Cristal, Savoy... En Pacífico, en el otro extremo de Madrid, recuerdo haber ido con mi abuela a los programas dobles y la sesión continua del cine Granada, del Sevilla, del California. El cine era un elemento fundamental en el paisaje.



Hoy los cines se han reconvertido en gimnasios. O peor: en body building centers. O en iglesias adventistas. Soy partidaria de la gimnasia -hago flexiones en el cuarto de estar-, pero echo de menos la magnesia.



La metamorfosis del escenario urbano revela una transformación en nuestra cartografía mental y, a su vez, esta mutación se relaciona con nuestros hábitos de consumo, incluyendo el de la cultura consumible. En esta tachadura de los cines como espacios públicos; en esta extinción de las especies a las que les gustaba ver las películas de forma gregaria y en pantalla gigante; en el perdido aroma de los bocadillos de sardinas y en el sonido de los dientes que rompen las cáscaras de pipas en los cines de verano, celebro la aparición de cooperativas que levantan la verja de cines en Barcelona, Sevilla, Madrid, Santiago o Mallorca y solo espero que el espectáculo no se empijezca, sacralice o hipsterice. Seguimos necesitando compartir relatos. Además, mi madre no me anunció este apocalipsis y yo no me siento preparada.