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Opinión

Transición

9 enero, 2015 01:00

Marta Sanz

La Transición se tenía que haber producido antes de la muerte en la cama de Franco. Los medios de comunicación la convirtieron en un espectáculo a través de la apología de sus grandes figuras. Pero la llegada de la democracia a España -no su "advenimiento"- es el fruto de la intrepidez de españoles que se jugaron la vida desde una clandestinidad militante. De españoles que hacían política desde partidos que se vivifican hoy con la posibilidad del voto. Sin borrados. En la Transición, como eslogan exportable, no se lleva a cabo un proceso de depuración de los actores represivos ni de los cómplices de la dictadura. Y ese tupido velo es un palo en la rueda para la democracia de cualquier país.

El gran producto de la Transición es una Carta Magna que cada día se parece más a la ciencia-ficción. Se vulneran los derechos recogidos en ella: trabajo, salud, educación, vivienda, derechos de las mujeres... El derecho a la propiedad privada prevalece sobre los otros y reduce la humanidad a interés especulativo, desahucio, comedor social, parados de larga duración. El otro gran producto de la Transición es su cultura: nuestro campo cultural se hace cosmopolita y posmoderno, respondiendo a un periodo de euforia, exotismo y ligereza que aparentemente limpia los relatos hispánicos de caspa. El cambio surge de una percepción a menudo ficticia de las libertades alcanzadas que aprieta el nudo entre mercado y cultura. Desde entonces quedan muchas historias por contar. Las de la represión, la memoria y las contradicciones del presente: es lo que hace Alfons Cervera en Todo lejos (Piel de zapa).

De las imperfecciones de este sistema casi todos somos culpables. Pero hay algunos que lo son mucho más que otros: ésos son los que deberían llevar a cabo sus ejercicios de expiación sin meter a todo el mundo bajo la misma manta vergonzosa. No es mal propósito para el año que ha comenzado.