Eloy Tizón

La tercera novela de María José Codes, La peluca de Franklin, tiene un pie en el pasado y otro en la modernidad. El espacio que narra oscila entre el tintero y el grafeno. Aunque algunas reseñas subrayan los ecos y complementariedades entre estas dos mitades, a mí me parece al revés: lo valioso de esta novela, su apuesta kamikaze, reside en mezclar dos fábulas divergentes, que no casan, con sus cronologías opuestas y sus ritmos incompatibles, para ver qué ocurre. En esa imposibilidad o esa poligamia de voces están las virtudes del libro, su rareza e iconoclastia alienígena. Pues el resultado es la colisión violenta entre una mirada contemporánea -con su telón de fondo arrasado tras el vendaval de la crisis cuya herencia son cenizas económicas y morales- y una crónica histórica, o digámoslo mejor, de aventuras detectivescas, sentimentales y casi mágicas: cofres secretos, barcos piratas, naufragios y delicadas autómatas.



Escribir requiere meterse en lo hondo. Nadar hasta donde no hacemos pie. Arriesgarnos a perder de vista la costa, junto con nuestras pertenencias y todo lo que más amamos. Aguantar la respiración bajo el agua y, como díría Andrés Neuman, "hacerse el muerto". Bajo una sensualidad exquisita de corpiños y polvos de arroz, María José Codes ha urdido un experimento bastante más explosivo de lo que aparenta: se ha atrevido a revisitar los géneros y a discutirlos, con autoridad y desparpajo; a reinvidincar las figuras femeninas que al comienzo son secundarias y que de súbito se agigantan (lo mejor de la novela) e incluso a introducir un giro intrigante relacionado con los cultivos transgénicos. Unos cuantos mitos, al final del libro, resultan zarandeados. La propia novela acaba siendo, a su manera, una novela transgénica. Con el ADN genéticamente modificado. Para asombro y gozo de los lectores.