Las relaciones entre el espíritu y la materia siempre han sido de lo más controvertidas, y a lo largo de la historia han cambiado de nombre y han adoptado formas muy diferentes. Los antiguos consideraban al espíritu un aliento vital que recorría la materia como una electricidad capaz de animarla. De todos es bien conocida la solución que adoptó el cristianismo, mientras que los científicos del presente sostienen hipótesis distintas para lidiar con un problema tenaz, la más elegante de las cuales quizás sea la que considera a la mente como una función de la materia: el resultado intangible de una serie de complejos procesos corpóreos.



Hoy en día se llenan páginas y páginas sopesando las relaciones de los llamados mundos "virtual" y "real" como si fuesen dos espacios separados. Y apenas se repara que el "mundo virtual" no podría funcionar sin el apoyo de una estructura física tan compleja y extensa que recorre todo el planeta, formada por cables, conductos y tuberías. La relación entre la parte virtual y material de la red es análoga a la del vaho mental que se desprende de la actividad del cerebro.



Hace un par de años la principal autoridad en el sustentáculo físico de la Red, Andrew Blum, contribuía a elaborar para la revista Forbes el mapa más acabado de este esqueleto que cruza fronteras, zonas horarias, climas, idiomas y conflictos nacionales.



El mapa visualiza las diferencias económicas y de servicio entre el norte y el sur del planeta; descubre en qué zonas se concentra la infraestructura más importante (donde el tejido conjuntivo es más denso): Nueva York, Seul, Ámsterdam o Londres; y ayuda a explicar la facilidad con la que algunos gobiernos, como el Chino, pueden restringir a sus usuarios el uso de la Red: basta con cegar uno de los nódulos importantes. Blum ha contado alguna vez el caso, merecidamente célebre, de una mujer que dejó en Armenia a todos sus compatriotas sin conexión durante horas con solo cortar un cable.



Es casi imposible mirar el mapa un rato sin fijarse en las enormes extensiones de cables (que como los huesos o tendones más largos de nuestro cuerpo) salvan bajo el agua las enormes distancias que separan Nueva York y Sidney, o Buenos Aires y la capital Nigeria; cables que se prolongan como extensísimas pasarelas submarinas a unos mil metros de profundidad. Se calcula que la extensión total de estos tubos bajo el agua alcanza ya los 900.000 kilómetros, tres veces el diámetro de la tierra. Lo que no está nada mal para una civilización que si atendemos a las ficciones audiovisuales parece comunicarse sobre todo mediante los satélites.



Seguro que existen miles de motivos razonables para hablar muchísimo más de la dimensión virtual de la Red que de su armazón físico, pero por una vez que nos acordamos del "cuerpo" rindámosle homenaje con unos versos de Valente (compuestos por un motivo bien distinto):



Cuerpo, lo oculto,

el encubierto, fondo

delgados hilos

líquidos

médulas

estambres con que el cuerpo

alrededor de sí sostiene

el aire

Bajo ataque

Este enorme sistema físico, articulado sobre la superficie del planeta, que la Red necesita para conservar su apariencia de "mundo virtual" es, como cualquier otro organismo, vulnerable a los ataques físicos de agentes externos. Por tierra el riesgo principal son los sabotajes humanos (circulan y son relativamente fáciles de encontrar manuales bastante detallados sobre cómo producir cortes locales, aunque se necesitaría una acción combinada a gran escala para producir daños duraderos) que pueden afectar tanto a los conductos como a los centros de conexión, pero si hay que hacer caso a las autoridades se trata de intentonas muy aisladas. El mayor peligro para la seguridad de la Red está en la infraestructura submarina, que puede recibir el ataque de peces con los dientes afilados o el choque de una ballena, aunque el principal riesgo de daño son los desplazamientos de tierras que obligan a continuas y costosas reparaciones de las que suelen encargarse un cuerpo de robots diseñado para soportar las altas presiones.