Agradezco a mi formación filológica la lectura de algunos libros que me ayudaron a ver y ponerle nombre - para quitárselo después- a lo que tenía delante. Lenguaje y Poesía de Jorge Guillén me deslumbró por su simplificación -mentirosa, es decir, didáctica- de la poesía a través del binomio lenguaje insuficiente/suficiente. En Juan de la Cruz las palabras no sirven para expresar los reversos invisibles de ciertas experiencias. El esfuerzo de buscar un nombre a lo que quizá sea innombrable deriva en una forma de conocimiento. Junto a lo místico y secreto, encontramos lo órfico, lo sagrado, conjuros, epifanías, Pitágoras, la música y el número de letras que componen el nombre de Dios… Hermosas solemnidades o gusto por lo silencioso donde poesía y religión quieren parecerse. Como a las palabras las carga el diablo, es difícil encontrar un alma más erótica que la de Cántico espiritual. Por su parte, Góngora logra que el lenguaje se haga materia, mineral, cuerpo y forma tangible. La suficiencia y brillantez de la poesía gongorina son pincelada rezumante de óleo.
En los excelentes Desaprendizajes de Caballero Bonald descubrimos a un poeta consciente de que es único y a la vez sabe que el tejido de su voz está hecho de otras voces. Un sabio que reivindica el conocimiento intrauterino. Un hombre seguro de sus palabras, pero vulnerable porque se arriesga a balbucear en la aspiración de aprehender el no sé qué. Caballero Bonald fusiona los conceptos de lenguaje suficiente e insuficiente del mismo modo que sus desaprendizajes parten de la exigencia de haber aprendido: él es hombre viejo y joven transgresor que le da la vuelta a los calcetines para intentar ver desde otro lugar. En eso consiste el oficio de poeta: poner nombres y quitarlos. Buscar otras palabras para repeler la autocomplacencia y las conformidades ramplonas. La necrosis.