Eloy Tizón

Veo el final de la literatura en un punto lejanísimo del tiempo. Los que vaticinan la muerte de la novela están todos muertos. "Con el lenguaje va a pasar algo", se insiste en la última película de Godard, Adiós al lenguaje. El presente de la narrativa puede ser, por ejemplo, un hombre hablando solo frente a una webcam. Nosotros, los lectores, asistimos fascinados a este rap zigzagueante, híbrido de citas de poetas y titulares de periódico, que gira en torno a la gran metáfora de Bernard Madoff, el estafador norteamericano que se apropió de 50.000 millones de dólares y timó a más de 13.000 inversores, incluida su propia hermana. "Porque solo existen -afirma el narrador- dos tipos de personas: las que no pueden con la vida y la abandonan y las que no pueden con la vida y siguen adelante".



En Todo es mentira, Pedro Ramos resucita un barrio que se parece mucho al barrio que yo conocí en mi adolescencia, transcurrida diez años antes que la suya. Un barrio ojeroso de solares en construcción, violencia pandillera, jeringuillas en los parques, taladradoras y una falta casi absoluta de horizontes vitales, taponados detrás de la muralla de ladrillo visto. ¿El arte? Una broma. ¿La cultura? Un chiste. ¿La literatura? Menudo anacronismo. Sin embargo, pocos se dieron cuenta de que la llave para huir de ese presidio tenía forma de libro y no de tubo de escape. La tinta -siempre lo hace- puede llevarte más lejos que los carburantes fósiles.



Con el lenguaje va a pasar algo. Este mundo roto que Pedro Ramos disecciona tan bien en su novela, sin la menor añoranza, es un mundo en el que en las tardes de infancia se escuchaba un misterioso llanto femenino procedente del otro lado del tendedero. Nunca llegaremos a descubrir a quién pertenece ese llanto. Saber quién llora al otro lado del tendedero sería averiguar, tal vez, el sentido de la vida.