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Opinión

Maestras

26 junio, 2015 02:00

Marta Sanz

Noto que me hago mayor en los achaques. Y en otra cosa: mis alumnos empiezan a ser reconocidos. Andrés Gertrudix es un actor excelente. José Manuel Cendón, monumental fotógrafo, recibe el premio Ortega y Gasset. El cielo oblicuo es una punzante novela de Belén García Abia. No hablo de discípulos sino de alumnos, porque ni mi carisma ni mis conocimientos son los de Jesucristo, Aranguren, Tierno, Blanco Aguinaga o Lledó. Las maestras no existen. Tampoco las escritoras a quienes se nombre por su apellido: Duras, Ginzburg, Sexton.

El cielo oblicuo habla de esa inexistencia. Una voz de mujer cae en una trampa: entreteje el deseo de ser madre con la escritura. La trampa surge de la asunción de códigos ajenos que perpetuamos casi sin sentir: somos nuestras peores enemigas porque rellenamos con deseos imposibles el contenido de la felicidad. A las no-madres o a las madres desnaturalizadas, que no se ajustan al requerido canon de ternura, la auto-exigencia se nos clava dentro. Las maestras de nuestra vida no lo son porque no se expresan con sus propias palabras e imparten lecciones hirientes. García Abia, con acritud y un lenguaje de violencia genital, se pregunta por qué las mujeres llevamos dentro a una feroz, por qué a veces se rebelan los animales de nuestro cuerpo, por qué es imprescindible buscar nombres para la persona y la enfermedad. Saber quiénes somos y qué nos hace daño. García Abia nos muestra juegos infantiles que convierten a las niñas en mamacitas y la infancia entera en una película de terror: asexuados muñecos de plástico copulan. García Abia afronta una experiencia a la que hay que ponerle nombre con la tensión de ese lenguaje prestado que aspira a ser otro. La ausencia o la no-presencia -esterilidad, muertos- se somatizan, las maestras no existen y escribir posiblemente no cura.