Eloy Tizón

Alegra comprobar que el músico Ariel Rot está promoviendo la reivindicación de la figura del rockero Moris, cuyo legado va quedando lejano y corre el riesgo de perderse. Moris fue (y sigue siendo) un rocker argentino extraviado en el Madrid de los 70 que hizo literatura de esquina, sociología de fotomatón y poesía transatlántica sobre el tiempo que uno pierde -o gana- en los andenes del metro. Alguien que se pateó las calles, guitarra en bandolera, con los zapatos lustrados de Memphis y corazón de tango para taquigrafiar en servilletas sus tres minutos de gloria y su fiebre de vivir, que así tituló su mejor álbum.



Todo para arrojarnos su verdad urgente y proletaria: la ciudad no tiene fin. Moris pronunció aceras y deletreó semá-foros, respiró amaneceres rojos de Azca, rectificó Manzanares. La primera vez que visitamos la Castellana, de niños, fue a bordo de una canción de Moris. Madrid ha sido una ciudad maldita, vilipendiada por poetas y concejales que solo han acertado a ver en ella una gigantesca máquina tragaperras, o bien el cementerio de más de un millón de cadáveres (según las últimas estadísticas), en los insomnios de posguerra de Dámaso Alonso. Moris, por el contrario, amó la sucia belleza madrileña con ardor porteño, la quiso de verdad, la sacó sensual en sus versos y ella, quizá por coquetería popular, aceptó posar para él.



El rock es poesía eléctrica. El estallido solar de las primeras veces. En Güeros, la hermosísima opera prima del director mexicano Alonso Ruizpalacios, se fantasea con la idea de localizar a un músico desaparecido, un tal Epigmenio Cruz, «el hombre que hizo llorar a Bob Dylan». Aceptada esta premisa, Moris sería el músico capaz de emocionar al mismo Epigmenio con sus nocturnos de Princesa y su alta temperatura emocional. Impulsado por una tensión que no decae con los años. Una cebra se pasea entre pianos en llamas.