Gonzalo Torné

Cuando empecé con esta sección (pronto hará dos años) varios amigos me trasladaron su preocupación de que me fuera a enredar con las discusiones y barbaridades que se escribían en las páginas de trolleo literario.



Más allá de algún comentario lateral me he resistido hasta el momento, lo que tampoco puede considerarse un esfuerzo ímprobo: aunque me interesan los francotiradores anónimos, y he perdido algunas horas en las páginas gestionadas por trolls, el asunto tampoco daba para mucho. La paranoia ajena resulta fascinante, pero reiterativa como es, no tarda en resultar cargante.



Lo interesante aquí, en cualquier caso, no mi juego personal de tentaciones y rechazos, sino la constatación de que a día de hoy, apenas dos años después, no se le ocurriría a nadie aconsejar a un escritor metido a comentarista de lo que pasa por la Red que se protegiese de estas páginas de amarillismo (vamos a llamarlas así) literario: sencillamente porque la inmensa mayoría de trolls se han ido desvaneciendo.



¿Se cansaron? ¿Maduraron? ¿Emigraron? ¿Encontraron un amor? Habrá quien celebre su desaparición, pero si consideramos el fenómeno como el síntoma de algo más general (y se me ocurren por lo menos dos posibilidades) el asunto no tarda en cobrar tonalidades inquietantes.



Una posibilidad pasaría por considerar al troll como un eslabón imprescindible, aunque menor, de la cadena trófica literaria. Siempre han existido, solo que resulta más sencillo publicar un post bilioso que ciclostilar un opúsculo más o menos lesivo. Desde esta perspectiva los trolls podrían equipararse a esas colonias bacterianas instaladas en el intestino cuya proliferación es un indicativo de la salud del organismo, y cuya disminución levanta la alarmas de un posible decaimiento vital; lo que traducido significaría que desde hace unos años se ha estrechado el debate literario, que hace menos ruido, que ha perdido importancia y presencia en el espacio público.



Otra posibilidad pasa por detenernos en uno de los rasgos característicos del troll: el resentimiento y la rabia (a algunos comentarios se le podían ver incluso las babas). Seguro que la sabiduría popular tiene un dicho preciso para señalar que nada provoca más envidia (al propenso) que ver cómo prosperan tus vecinos, tus parecidos, los que tienen los mismos propósitos. En cualquier caso, no parece insignificante que la efervescencia del troll coincidiera con un breve lapso en el que a los editores les dio por publicar autores noveles, de manera que difícilmente pasaba un mes sin que la prensa nos presentase a un escritor nuevo. Y cualquiera que repase los centros de alto rendimiento del trolleo podrá comprobar que éramos los escritores de la generación que ahora está en trance de cumplir los cuarenta años a quienes con más saña y constancia se nos involucraba en aquellas fantasías siniestras: ¿eren los que allí se expresaban agraviados que no habían logrado traspasar la poco vigilada puerta de la publicación?



De ser así no debe sorprender que la población de trolls haya retrocedido tanto: precisamente ahora que (por desgracia y también un poco para vergüenza de los editores españoles) a los jóvenes escritores se ha puesto prácticamente imposible publicar.



@IAjena

Randall Munroe

Un individuo está totalmente ensimismado en su ordenador. A su espalda suena una voz que le pregunta "¿vas a venir de una vez a la cama?". El individuo, sin dejar de mirar fijamente a la pantalla, sin renunciar a su concentración, responde: "No puedo, estoy haciendo algo muy importante". "¿Qué puede ser tan importante?". "Algo va mal en Internet". El chiste corresponde a una viñeta de Randall Munroe, diseñador de robots para la NASA, y en sus ratos libres (desde que le dio por escanear sus dibujos y colgarlos en la red) autor del tebeo de culto xkcd. Munroe, que publica bajo licencia de Creative Commons, califica su obra como: "un cómic para Internet sobre el amor, el sarcasmo, las matemáticas y el lenguaje". Pero si por algo destaca Munroe es por tener muy bien calado al internauta: sus hábitos, ilusiones y cotidianas miserias; que expone sin apenas drama, sin un gramo de moralina y con un humor que podría pasar por ingenuo si no fuese tan lúcido; o si se prefiere: de una suave acidez.