Eloy Tizón

Igual que ha ocurrido con la poesía o la música avanzada, ahora vivimos en el tiempo del postcuento. Las categorías estables que antes, durante las pasadas décadas, nos sirvieron como marco de referencia para orientarnos a la hora de escribir y leer relatos breves, ya no nos sirven. Las recetas clásicas de género, planteamiento-nudo-desenlace, conflicto fuerte, trazo sólido de personajes atendiendo a su coherencia psicológica, concatenación causa-efecto, finales sorprendentes, etc., han saltado por los aires y nos resultan claramente insatisfactorias, cuando no inoperantes y obsoletas, para narrar y narrarnos desde el momento presente. Al cuento literario le han estallado las costuras. Necesitamos nuevos paradigmas de escritura artística, acordes con la relatividad de este mundo fluctuante de certidumbres líquidas y Colisionador de Hadrones.



En los últimos años el relato breve, dentro y fuera de nuestro idioma, ha experimentado un colosal proceso de crecimiento, recapitulación y autocrítica, ante el cual muchos aún no son del todo conscientes o prefieren cerrar los ojos y mantenerse ignorantes, anclados en la inercia. Allá ellos. Todavía nos faltan armas críticas y un discurso teórico de altura con el que cartografiar, debatir y sopesar este nuevo fenómeno que se anuncia irreversible. Ya no tiene sentido la vieja aspiración de producir cuentos perfectos, manicurados y esféricos, en los que "nada sobra y nada falta". Al contrario; ya no hay cuentos "normales". Los cuentos que aún merecen la pena tienden a ser excesivos, desabrochados y con algo de febrícula. Desafían las normas clásicas, las incumplen o subvierten a sabiendas. Ya no hay cuentos, sino desviaciones de cuentos. El postcuento ha irrumpido con la fuerza de una anomalía o un contagio. El panteón sagrado del cuento ha comenzado a agrietarse y por sus rendijas asoma otra luz, otro aire. Por fin. Ya era hora.