Gonzalo Torné
Entre otras muchas cosas los desgarradores ataques terroristas en París han vuelto a poner de manifiesto el despiste monumental con el que la mayoría de los gobiernos y de las fuerzas de seguridad europeas se relacionan con las redes sociales.Solo así se entiende que se haya extendido por Europa la propuesta de cerrarlas en casos excepcionales (una "excepcionalidad" siempre borrosa, y uno debe temer que arbitraria). Claro está que la propuesta se enmarca en un conflicto más amplio entre seguridad y libertad, es decir, en el difícil ajuste entre la libertad que va a perderse de manera concreta e inmediata a favor de una seguridad cuya ganancia siempre será imprecisa y complicada de calcular. Y también se produce en una atmósfera donde se da por hecho que los terroristas tienen ganada "la batalla de las Redes", como les gusta repetir a los periodistas, incapaces de resistirse a la sugestiva imagen de unas organizaciones apostadas en el desierto, regidas por leyes alto-medievales, pero a la última en materia de comunicación tecnológica.
El disparate (más allá del indiscriminado hachazo contra las libertades de los ciudadanos) es de concepto. Los defensores del cierre siguen pensando en la Red (y sus entramados sociales) como en un canal: como en algo que se puede censurar, alterar de programación o cambiar de presentador sin apenas coste (al fin y al cabo, ¿cómo van a dejar los votantes de ver televisión, cómo van a privarse de escuchar la radio?). Son incapaces de asumir algo que, por lo visto, se repite sin entender: que las redes constituyen una realidad virtual, un mundo al lado del mundo, que es aconsejable legislar, pero que no responde a una lógica de interruptor con dos posiciones: fácil de encender y apagar a capricho.
En una ocasión ya expliqué cómo se equivocan quienes entienden la Red como una herramienta sujeta a un manual de instrucciones y no como lo que parece ser: un campo de juego donde se desenvuelven los participantes de manera bastante imprevisible.
Dicho de otro modo: como una vez edificada la ciudad y puesta en marcha cuesta mucho borrarla del mapa (así lo demuestran las sucesivas refundaciones que descubren los arqueólogos en los estratos de la tierra), convendría que las personas a cargo de nuestra seguridad se olvidasen del atajo fácil e inservible del cierre, la censura y el apagón, y se preocupasen por seducir y convencer a quienes actúan y participan de las redes de lo que por su seguridad convendría hacer en situaciones excepcionales.
Los internautas belgas, durante el restrictivo estado de alerta máxima que ha padecido su capital, nos acaban de suministrar un interesantísimo ejemplo. Ante la preocupación policial de que tanta fotografía subida a la red del despliegue de vehículos y de las calles cortadas pudiese dar pistas a los terroristas de sus intenciones y dificultar la captura, parece que sobrevoló la idea de la "suspensión". La respuesta ciudadana es de dominio público: los internautas inundaron sus cuentas con fotografías de gatos. En esta ocasión, como en tantas, parece que bastaba con ejercer algo de persuasión, con tratar a los usuarios como ciudadanos adultos.
@IAjena