Image: La Zaranda

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Opinión

La Zaranda

29 enero, 2016 01:00

Eloy Tizón

Voy al Teatro Español, a ver El grito en el cielo, de La Zaranda. Esta es la quinta obra suya que veo y no pienso perderme nada de lo que hagan, porque son unos genios. Cada estreno es una experiencia que se queda pegada a la memoria. Apetece acompañarlos en su aventura un tanto quijotesca. La representación transcurre en un geriátrico ("Nueva Alborada"), con su habitual viaje hacia ninguna parte, sus rituales absurdos, repetidos en bucle, en que los cuatro cómicos principales, en estado de gracia, derrochan energía en tareas repetitivas e inútiles, mientras desgranan diálogos manicomiales con la garganta estropajosa de Pepe Isbert en El verdugo.

Este esperpento español, popular y universal a la vez, de depurado expresionismo plástico y belleza escenográfica, es atravesado en ocasiones por haces de espiritualidad que cortan el aire con un escalofrío de ultratumba. Los estribillos verbales que no conducen a nada se ven astillados de repente por una música existencial que nos duele.

La Zaranda es teatro con mayúsculas y arte de extremos. Lo suyo es raro y sin domar, experimentos en la cuerda floja, mezcla de auto sacramental y comedia bufa, hijos imposibles de Godot y Rafaela Aparicio. Están entre el teatro de la crueldad de Artaud, los guiñoles humanos de Tadeusz Kantor y puñados de sal andaluza.

Los espacios de La Zaranda son al mismo tiempo abiertos y claustrofóbicos, dado que los personajes se debaten siempre entre el confinamiento y los sueños. Huyen de aquello hacia lo que se precipitan. No escaparán vivos del laberinto que ellos mismos han forjado, lo saben y lo sabemos, pero la mera lucha por lograrlo dignifica su fiebre y los ennoblece. Lejos de resignarse, se incendian. No dejan de intentarlo, hasta que no pueden más y el final se aproxima con su grito sin respuesta: "¿Nuestros corazones en llamas no alumbran nada?"