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Ofendidísimos
Gonzalo Torné
Aunque creo que el agente provocador fue un artículo de periódico (que no he logrado rastrear, tampoco tiene más importancia) ha sido en las Redes donde con más virulencia y obstinación se ha desplegado la comparativa entre las celebraciones de los centenarios de Cervantes y de Shakespeare, todo bajo la etiqueta: "Mucho Shakespeare, Poco Cervantes".La controversia ha tenido un lado un poco tristón basado en escenificar la diferencia de presupuestos entre ambos fastos, algo que con un poco de ingenuidad bien podría atribuirse a la distancia entre una economía bastante reconstituida y otra que sigue destripada por toda clase de excesos y mangoneos (unos cuantos de ellos sombríamente "culturales"); una vertiente de la controversia en la que costaba participar sin dar la impresión de estar preguntando: "¡Cómo! ¿Me voy a quedar sin mi mesa redonda? ¿Y qué hay de mi sueldito?".
Quizás fuera más interesante el abordaje de las respectivas influencias, pues a día de hoy parece más extensa y vívida la de Shakespeare, y más formal y concreta la de Cervantes. Tarde o temprano se hubiese desembocado en un aspecto que lleva tiempo pareciéndome capital y del que nadie se hace cargo: los motivos por los que cada generación de escritores y críticos ingleses aviva sin falta la interpretación de las obras de Shakespeare mientras que en España cada celebración se salda con una salva de grandilocuencias intercambiables y con una nueva edición del Quijote (o con adaptaciones léxicas o recortes). ¿No será que la mayor impresión de vida y de circulación que ofrece Shakespeare se debe a que en España, por los motivos que sea, se privilegia la fijación del texto (punto de partida tan indispensable como pobrísimo puerto de llegada) muy por encima de la lectura crítica, del incontrolable y animoso desfile de las interpretaciones?
Sea como sea este es un debate que no pudo darse, al menos en las Redes sociales. El motivo no fue esta vez la socorrida limitación de espacio ni tampoco la falta de ideas de los internautas, sino una fisura en el punto de partida desde dónde se enuncia el debate (y que se repite lamentablemente con muchísima frecuencia): hacerse pasar o presentarse como parte implicada y agraviada por el curso de los acontecimientos, esto es, ofendidísimo.
Las posibilidades de discutir con alguien que se presenta pringado de la superioridad moral que faculta ser víctima de una injusticia son (por mucha razón que le ampare) limitadísimas. A un individuo en este trance hay que reconocerle sus desgarros, atenderle y compensarle cuanto antes. Incluso si se trata de exponer situaciones en las que está justificada la indignación (el trato a los refugiados Sirios, las agresiones de género, la violencia ritual contra los animales, por no salirnos de la actualidad...) el debate queda enseguida atrapado en un esquema tan reducido que se trunca el mejor motivo para iniciar una discusión práctica: encontrar soluciones a problemas que exigen respuestas demasiado complejas para abordarlas con el croquis moral (apenas dos posiciones) de la ofensa.
Expresar con mucha determinación que una situación nos ofende procurará sin duda algunos beneficios anímicos al denunciante (incluso cuando se trata de una apropiación fraudulenta de dificultades ajenas) pero sería interesante calibrar cómo contribuye, en la medida que interrumpe el desarrollo de la discusión, a perpetuarla.
@gonzalotorne