Agunstín Fernández Mallo

La eterna disputa entre realidad y ficción la veo de este modo: en eso que llamamos "vida real" buscamos ficciones, queremos algo que en apariencia exceda a cuanto de real nos rodea. Por el contrario, en las ficciones reclamamos lo real, obras que, por fantásticas que sean, alumbren zonas de realidad, nos conecten con ella. Cualquier desviación exagerada de esos parámetros conduce a desastres varios, a saber, 1) cuando la ficción se vuelve tan ficción que se hace inverosímil, no creíble (eso me ocurre con El señor de los anillos o Juego de tronos), 2) cuando la ficción quiere ser tan real que pasa a ser un sucedáneo de la realidad, puro aburrimiento pues para real ya está la propia realidad, no le hacen falta suplantaciones (eso me ocurre con alguna narrativa de Houellebecq, no así con su poesía).



Respecto a la realidad y sus desviaciones también hay dos posibilidades: 1) cuando la realidad se convierte en una ficción tal que cae en el delirio (por ejemplo las "terapias alternativas", pongamos por caso el relato de la homeopatía), o directamente en la locura (grafomanías outsider), y 2) cuando la realidad se vuelve tan real que aparece la cosificación, el dato a secas sin posibilidad de escape (tal es el caso de hambrunas y marchas sin desenlace de refugiados).



Pero algunos autores además de aplicarse a la ficción estándar introducen en sus novelas esas 4 patologías, usadas a su antojo como recurso extremo, y salen indemnes; quizá sea eso lo que defina el talento. Uno de ellos fue el fallecido David Foster Wallace, autor entre otras de La broma infinita, esas 1200 páginas en las que cielo e infierno son la misma cosa. Acaba de estrenarse la película The End of the Tour, basada en las entrevistas que le hiciera David Lipsky, incluidas, por cierto, en el imprescindible Conversaciones con David Foster Wallace (editorial Pálido Fuego). Hay que ver esa película.



@FdezMallo