Image: Verja

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Opinión

Verja

19 febrero, 2016 01:00

Marta Sanz

La arquitectura es una disciplina artística que a veces solo somos capaces de contemplar desde un plano estético o funcional. Disociada y esquizofrénicamente. Separamos la belleza de un capitel de la funcionalidad de un proyecto de viviendas sociales. Arquitectura y urbanismo se cuelan en nuestra cotidianidad de un modo tan sutil como violento marcando pautas de convivencia. La vida se hace madriguera o ágora. El diseño de bancos individuales expulsa al pobre. Lo borra del paisaje. Arquitectura y urbanismo se asientan en una ideología sobre las relaciones entre los seres humanos.

Se establecen jerarquías, pautas y tabúes. Por eso, Haussmann rectificó el trazado de París, Niemeyer diseñó Brasilia con forma de avión o los lofts representan un individualismo con el riñón cubierto, una intimidad amplia y exclusiva, un yo que no adopta una posición fetal en el cubículo ni comparte su territorio tabicándolo. Hay ciudades en las que el paseante es mirón, voyeur, vago, delicuente. "¿Qué está haciendo usted?" pregunta un policía mientras camino por Los Ángeles. Levantar un muro, alzar una verja, son zarpazos sobre el territorio. Cicatrices.

El hospicio de San Fernando de Madrid, con magnífica portada de Ribera, fue rodeado por una verja que dificulta su vista desde la calle Fuencarral. La hermosura barroca deja de ser aparición. Se aísla. Se afea. Se pierde. Al paseante se le roba su disfrute tanto por acotar el espacio con una verja, como por elegir una, horrible, que ensucia la contemplación, voluntariosa o casual, del edificio. Alambrar el arte, acristalarlo, nos recuerda nuestra estupidez, nuestra maldad, nuestra pobreza. La ira o la locura de quien rocía con ácido La Gioconda. Puede que seamos unos salvajes, pero separar lo útil de lo bello, enrejando el arte, nos insensibiliza, enajena y expulsa de la belleza de las cosas. De una belleza que nos pertenece y que, si sabemos nuestra, de todos, cuidaremos mejor.