Image: El juicio del lector

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Opinión

El juicio del lector

11 marzo, 2016 01:00

Gonzalo Torné

La semana pasada les hablaba de la pesadez y de la cursilería que predomina en las "Tendencias" (entre los temas más comentados y debatidos), hoy les traigo un debate que se produjo en una esquina de las redes sociales (dónde suelen prosperar las conversaciones más interesantes). El asunto surgió de un tuit donde la escritora catalana Tina Vallès (@tinavalles) se preguntaba qué era mejor (o más conveniente): escribir para uno mismo o para el lector.

La pregunta puede parecer retórica y evidentemente no admite una respuesta taxativa en un sentido ni el otro, pero no es para nada baladí, cualquiera que haya escrito (novela, poesía o cuento) con el ánimo de publicarlo (y sobre todo después de haber publicado anteriormente), sabe que trabaja en medio de la tensión entre estos dos polos.

Entre los participantes en el pequeño debate no podía faltar la intervención intempestiva de quien tomaba parte decididamente por el "lector". Como esta clase de argumentarlo no suele ser muy sutil voy a parafrasearlo: "Si el escritor no se esfuerza por hablar clarito y que se entienda, si no quiere pensar en el lector, pues que se lea él mismo el libro". Seguro que les suena.

El caso es que se trata de un argumento tramposo, basado en un uso muy restrictivo y torticero del "lector". ¿Acaso habla este hombre en nombre de todos los lectores? ¿Acaso se pueden reducir todos los lectores a una única frecuencia de gusto? ¿No puede un lector preferir en ocasiones libros menos mascados? Al menos yo no le he dado mi permiso, y nada me aburre más que los libros donde se evidencia que el escritor se ha esforzado (o no da para más) para que el texto sea bien sea clarito y fácilmente entendible de buenas a primeras, sin ambigüedad ni misterio ni complejidades.

La trampa con el lector es que cuando se le saca a relucir casi siempre se piensa en el más acomodaticio y perezoso posible. Sin ningún sentido del riesgo o la aventura. Una suerte de rumiante televisivo. Un sujeto pasivo que como leemos en las frases promocionales que circulan por las redes es susceptible de ser "atrapado", "capturado" y "enganchado".

Esta imagen del lector no agota los intereses de todos los lectores. Conozco muchos que cuando abren un libro persiguen una clase de placer específico que conocen bien, pero quieren que les sirva por una vía innovadora e inesperada (con pocos autores he disfrutado más que con Borges, por poner un ejemplo, pero me resulta insoportable avanzar entre los esfuerzos de sus epígonos). De manera que si el escritor piensa en estos lectores con sentido del riesgo, que disponen de juicio además de gusto, la mayor manera de cuidarlos es olvidarse de ellos (es decir: de los modelos narrativos disponibles y los gustos consolidados) y lanzarse a la aventura.

Quizás lo que aquí despista es el contraste entre "pensar en uno mismo" y "pensar en el lector". El "yo" evoca a menudo una hipertrofia de vanidades, de romanticismo mal digerido, de abusiva sentimentalidad. Quizás sería más útil sustituirlo por "pensar en la propia obra", esto es, en el producto de la escritura. Quizás así se distinga mejor la tensión entre escribir para un lector acomodaticio que espera confortablemente sentado en uno de los múltiples nichos de género, o para ese lector que solo reacciona si la obra es lo bastante buena para abrirse paso hacia él.

@gonzalotorne

Fastidio

Una de las experiencias más desalentadoras de escribir un artículo semanal consiste en comprobar que una vez que se ha detectado un fenómeno que convendría por el bien de todos enmendar, por mucho que se articule la denuncia y se trate de dar una respuesta lo más sensata y matizada que se pueda la cosa va a seguir exactamente igual. Tratándose de un asunto tan arraigado como el ánimo de fastidiar era de esperar que la cosa no amainase lo más mínimo. Y así ha seguido. Basta que se muera un señor o le den un premio a una señora para que miles de usuarios manifiesten su total desacuerdo con la alegría ajena. Lo único que le queda al articulista es ofrecer una nueva versión del argumento. Y es que el equivalente en el mundo analógico de estos aguafiestas digitales sería un paseante que entrase en una pollería o en una tienda de paraguas solo para decirle en voz bien alta al dependiente: "mire usted, ¡a mi no me gustan los sellos!" o "¡Nunca he usado paraguas!"