Marta Sanz

Cuando me encuentro con lectores, aprendo. En A Coruña, mientras bebía un godello acompañado por una tortilla de patata gallega prohibidísima para mi hipercolesterolemia -que le den-, Luis, lector, me planteó sus dudas ante el exceso de referentes de actualidad local en mis novelas: "No perdurarán". A mí eso no me importa, porque busco unos efectos más inmediatos de la palabra literaria y pienso: "Godello. Gallega". También pienso en qué nociones de perdurabilidad, universalidad y traductibilidad manejamos. Lo universal, traducible, perdurable y, por tanto, lo que configura la idea de condición humana, como pátina de prestigio humanista de la literatura, procede del Imperio. Hoy Brooklyn está en la palma de mi mano, pero si describo Montera con detalle peco de costumbrista -golpe en el esternón-. Sin embargo, la condición humana se forja en el paisaje particular, en la resistencia a asumirlo, y la literatura es quizá el punto de intersección entre urbanismo y escatología. El cascarón que envuelve al conflicto se identifica con el conflicto en sí. Si no, nunca escribiríamos sátiras y estaríamos condenados a componer parábolas ambientadas en simbólicos desiertos o en el condado de Osage. En agosto.



Me gustaría que los efímeros jingles de Manhattan Transfer fueran tan universales como los cocidos galdosianos o el Watusi de Casavella. Participar del retrato no excluyente de los mundos, de una literatura no decolorada por la globalización. De la fiesta de los lenguajes y las prosas no funcionales. Del léxico, a la vez preciso e impertinente, de textos que no por emplearlo se consideren intraducibles y cañís. Tal vez el cosmopolitismo se ha vuelto monocorde y paleto, y Humpty Dumpty siempre tiene razón: no importa lo que las palabras signifiquen, sino saber quién manda. Luis y yo acabamos hablando de colonoscopias. El asunto es sintomático.