Subsuelo negro
Eloy Tizón
En la película La ciénaga, la directora argentina Lucrecia Martel embalsamó el empantanamiento de una clase social caduca, ya en estado terminal, de cuyo hundimiento levantaba acta notarial a través de una sensación amenazante de pegajosidad casi física, acompañada por diálogos etílicos pronunciados por cuerpos chapoteantes dentro de la jalea de una piscina sucia, o pileta. En la novela Subsuelo, el narrador argentino Marcelo Luján también coloca una piscina en el centro de su drama, alrededor de la cual escenifica una trama agobiante de culpa y extorsiones, deseo y peligro, crímenes y castigos. Esa piscina es un latido turquesa que reverbera en la tibieza de la noche veraniega en el momento en que “bajo el cielo metafórico del valle empiezan a moverse, inevitablemente, los primeros hilos de la desgracia”. Luján aprovecha con inteligencia y talento la energía fatalista del género negro, heredada de la tragedia griega, para subvertirla y desplazarla hasta un espacio diáfano de chalet de clase media con césped y canto de aspersores, barbacoa y abedules, dos familias con hijos adolescentes y mala suerte, cuyas siluetas se recortan contra un fondo de pesado erotismo, marcas rojas del bikini sobre la piel de Eva y hormigas invasoras. Por debajo de la superficie plácida de las horas de televisión o plancha corre un tabú, algo prohibido que no puede revelarse, pero que hiere y trastorna, dado que la ficción ocurre “cuando las cosas oscuras, las insoportables, las que jamás quiere nadie que sucedan, suceden de todos modos”. El mal no es algo remoto ni una entelequia. El mal puede ser un grifo mal cerrado, el olor del cloro al atardecer, el gemido de una palanca de cambios en un coche primerizo o una piedra de hielo -una sola, sí, gracias- para alegrar el scotch whisky. Este mediodía los perros andan sueltos. En Subsuelo hace calor y el lector tiembla.