Image: Para María F.

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Opinión

Para María F.

9 septiembre, 2016 02:00

Marta Sanz

Vivimos aprisionados entre dos conceptos que se relacionan con respeto y democracia. Con ese juego entre la contención y la sinceridad de la víscera -a veces incluso de la inteligencia-, que bascula entre los amortiguadores de la civilización y la necesidad de quitarnos las mordazas de la boca. Se producen contradicciones entre corrección política y libertad de expresión.

Inhibidos por la corrección política no podemos quitarle a nuestro hijo los pantalones en público, ni expresar nuestros temores sobre el hecho de que en las aulas funcione la oposición ganador/perdedor, las niñas estén hipersexualizadas y todos -niños y niñas- seamos depredadores económicos y sexuales en potencia. Da igual lo que escribamos en los manuales. Es una cuestión de ambiente, de caldo de cultivo, de reflejo de este mundo tan pulcro y tan sucio. Por "corrección", no podemos llamar por su nombre a ciertas cosas ni tomárnoslas a risa. No podemos decir ciertas verdades sin recurrir al eufemismo o a las palabras en inglés. A veces incluso estamos incapacitados para entender el sarcasmo, los filtros interpuestos de la literatura. O no detectamos la brutalidad de los discursos elegantes: los que hablan de reajustes económicos o violencia de género, en lugar de hablar de despidos y machismo. No podemos decir ciertas verdades porque somos incorrectos, malos: herimos la sensibilidad y la felicidad ajena. Carecemos de buena fe y el exoesqueleto de una corrección política, identificada con el lugar común de la ideología dominante, coarta nuestra indefensa libertad de expresión.

Sin embargo, existe otra libertad de expresión reducida a exabrupto: la de los perros que nos muerden las tripas y escupen, sin pensarlo dos veces, lo que les sale del alma. O de otros huecos del cuerpo. La de los matones que han aprendido que el derramamiento de sangre es muy comercial.