Gonzalo Torné

El secreto de las bodas, como el de la Navidad, es uno de los más difíciles y comprometidos de esclarecer. Me refiero a las bodas occidentales (las de otras latitudes son para mí un misterio impenetrable) y a un secreto que atañe no tanto a quienes las protagonizan (que al menos saben a lo que van) como a los asistentes. Ni los antropólogos ni los sociólogos se ponen de acuerdo. Entre los que no han sido invitados encontramos una pregunta recurrente: "¿alguien se puso en ridículo?". Pero aunque el punto de vista del ausente pueda ofrecer pistas relevantes no deja de ser un tanto exógeno, extravagante y muchas veces malicioso.



Para algunos especialistas (no desde el plano teórico sino desde el práctico, los que a la estela de una familia numerosa o arrastrados por una desbordante simpatía social acumulan docenas de experiencias) el verdadero ‘secreto de las bodas' puede revelarse, si uno está atento y mantiene la concentración, hacia el final de la fiesta, cuando entre tanta alegría pautada alguien se deja llevar por un rapto de genuina felicidad, que se expresa en la palabra o en el gesto, pero que envuelve siempre al inesperado protagonista en el aura inequívoca donde se reconoce la pura alegría de estar vivo.



La verdad, cualquiera sabe.



Lo que sí me parece útil es empezar a preguntarse seriamente por el ‘secreto' de las Redes Sociales, y más particularmente de la más inquieta de todas, Twitter. Ahora mismo es imposible defender aquellos optimismos del ‘pensamiento colectivo', de la ‘creatividad en grupo' y de la formación de algo así como una ‘realidad alternativa', puras supersticiones expresadas en tiempos de ignorancia. Más bien al contrario, a medida que la misma realidad de los titulares de los periódicos ha ido invadiendo los trending a lo que más nos parecemos sus usuarios es a ese grupo de jubilados que reunidos frente a un televisor más o menos bien sintonizado no dejaban pasar la menor oportunidad de aplicarle un chascarrillo a la noticia o tirarle una puyita al locutor de turno.



Solo con una piel finísima se entiende los tirones de pelo que algunos periodistas instalados o artistas de diversas disciplinas se dan antes de jurar que abandonan para siempre las Redes, asegurándonos que están pobladas de jaurías agresivas, de rencorosos incontinentes, signos y presagios todos ellos de un inmediato regreso a las cavernas. Todo por haber soportado media docena de chascarrillos y puyitas de estos, por lo demás, mansos y puntuales comentaristas.



Ellos se lo pierden, porque el ‘secreto de Twitter', cuanto más lo pienso, bien se podría parecer un poco al de las bodas, ocurre hacia el final del día, en la hora más concurrida, la que cuelga entre el final de las obligaciones laborales y el inicio de las responsabilidades (o los cálidos ocios) familiares. A esa hora, si uno está atento y tiene su TL bien configurado (esto es, si sigue a lo que en otro tiempo se llamaba personas de bien) no es difícil descubrir cómo un usuario prende de alegría, entra en racha, y nos da media docena de tuits o cinco minutos de una inesperada felicidad. Parafraseando a Joyce el lema benévolo de esta tan denostada Red bien podría ser: "¡Qué grandes estamos algunas tardes!".



@gonzalotorne

El pirata y el artista

En la medida que buena parte de mi trabajo se desarrolla en el llamado mundo editorial soy consciente del daño que ocasiona la piratería en prejuicio directísimo de los creadores y en beneficio indirecto de las plataformas digitales que van haciendo un prolongado agosto del esfuerzo ajeno. Y, sin embargo, el otro día tuve una reacción que me ha dejado de piedra a mí mismo. El agente provocador fue encontrar una edición pirateada de la traducción al inglés de mi última novela. La sorpresa provenía no tanto de la existencia de copias piratas sino de que el libro ni siquiera estaba a la venta. La copia (escaneada página a página) pertenecía a un ejemplar sin corregir de los que suelen enviarse a críticos. A poco de pensarlo quizás hubiese terminado escandalizado, pero en ese momento y de manera indeliberada lo que me sobrevino ante aquella premura de pirateo (y en país ajeno) fue una especie de alegría cálida, que a falta de otra explicación atribuyo al orgullo del artista, más predispuesto a que se disemine su obra que a recaudar por ella.