Gonzalo Torné
Entre las tendencias que se consolidan este curso (aunque viene de lejos) hay una que me pone muy nervioso: arrobar cuando se publica un enlace o una crítica la dirección de la editorial responsable del libro. Dicho en otras palabras: el crítico (o el medio dónde trabaja) en el mismo momento que publica la reseña advierte a la editorial: "oye, mira, me he leído tu libro, entra a ver qué digo".En las ocasiones que he comentado en voz alta mi disconformidad con esta práctica me he quedado en una digna soledad. Para algunos profesionales es un mero acto publicitario y no hay que darle más vueltas, para otros se trata de una recompensa a las editoriales (una palmadita de ánimo), no falta quien me asegura que es mucho peor avisar al autor y, finalmente, entre los críticos que van por libre hay quien defiende que es una manera directa de aumentar su visibilidad: conseguir el retuit de la editorial, que suele tener más seguidores.
Entiendo la vertiente ‘humana' de estos argumentos (las necesidades particulares de cada uno, vamos) pero ninguno de los argumentos me convence: mal vamos si las editoriales requieren un respaldo tan explícito (¿no es suficiente apoyo la lectura pública?); soporto mucho mejor que se le envíe un aviso al escritor (por lo que se aprecia la mayoría incumplen la norma social básica de salir queridos de casa); la idea de que una publicidad mutua va a arrancar a los lectores de las noticas banales para sumarlos a las felices huestes de los cultos es inconsistente: todo apunta que actuando así solo se refuerza el circuito cerrado de palmaditas que tantas páginas de aburrimiento ha suministrado a nuestros suplementos y revistas; y tampoco creo que las miles de personas que medio seguimos un sello (entre tropecientos más) migremos a la cuenta de un crítico bajo los efectos de un retuit rutinario.
Los inconvenientes no son tan sencillos de dispersar con un manotazo argumental: la acumulación de simpáticas menciones no solo incrementa la sensación (tristísima) de pelotón de amigotes, también intensifica la imagen de fragilidad que ofrece el crítico, lo que tratándose de alguien cuya suerte depende de la fuerza con la que nos persuade de detentar la autoridad que se atribuye, ya me dirán.
Pero lo más pernicioso de esta práctica es que facilita la integración del crítico en el ‘sistema literario', cuando si lo pensamos bien (es decir, siguiendo a Benjamín) el crítico vale por la resistencia que es capaz de ofrecer a la asimilación, su habilidad para zafarse del corro de la patata del ‘mundillo'. No se trata de ser antipático o distante, sino de coherencia con su empeño: el público de un crítico son el resto de críticos (si lo prefieren el conjunto de otros ‘lectores tan interesados como él'), y ese diálogo es preferible hacerlo de espalda o con independencia de las editoriales. En papel o en digital el espacio más valioso que puede hacerse un crítico es el de cohesionar una comunidad que no puede pasarse con sus juicios. La extensión de este grupo es irrelevante.
Si uno siente que su pulsión es la de ‘compartir', ‘facilitar la información' o ‘dar ánimos' que no lo dude: su vocación es la de ‘responsable de redes' o como se diga en inglés.
@gonzalotorne