Gonzalo Torné
Ciertamente las cosas eran bien distintas antes de que se propagase el uso de la Red. Un supuesto: uno quería ser novelista (o mejor dicho: aspiraba a escribir una novela), pues lo único que podía hacer (una vez convencido que la ruta no pasaba por estudiar filología) era ponerse a leer tanto como fuese posible y proveerse de un par de amigos con la misma ambición y paciencia para escuchar.Ahora mismo las cosas son mucho más fáciles, basta con googlear con tino para que nos asalten a los ojos decenas de cursos sobre cómo escribir una novela. Lo primero que me llama la atención de estos cursos es que huyen de los prestigios de la ‘creatividad'. Se trata de consejos mundanos, casi estratégicos, propios (no sé si me atreveré a decirlo) de un artesano.
Cualquiera que haya intentado escribir una novela lo sabrá: aunque es imprescindible encontrar dos o tres pinceladas ‘geniales' para llegar a buen puerto de lo que se trata la mayor parte del tiempo es de remar para no desfondarse en mar de nadie. Los resortes más triviales (diálogos, descripciones, personajes) tienen que funcionar. Así que celebro (hasta cierto punto) que estos cursos digitales arranquen la novela de la presuntuosa esfera de la creatividad y que se esmeren por enseñarle al catecúmeno estrategias para hacer avanzar la trama, para no perder al lector, para no repetirse, para no aburrirnos con la documentación, para caracterizar de manera verosímil a sus personajes... y un largo etcétera...
Y, sin embargo, por importantes que sean estas estratagemas no dejan de ser meros rudimentos. Cuando leía los consejos todos me parecían bien, pero al terminar los distintos informes quedaba convencido de que ni bajo coacción me iba a leer una novela resultado de aplicar correctamente todos estos consejos. Con la de tiempo que consume pasar páginas, ¿quién querría dedicarlo a unas novelas que sacrifican en el altar de la corrección y de la efectividad cualquier originalidad y sorpresa?
El caso es que si bien un novelista debe manejar ciertas destrezas narrativas y bastante oficio, muchos lectores estamos interesados en los libros que son capaces de introducir elementos disruptivos en la forma (además de segregar cierta sabiduría sobre el mundo sin el que, francamente, mejor leer un tebeo): narraciones que se truncan, escenas sin aparente vinculación con la trama principal, personajes que aparecen cuando menos se lo espera uno, descripciones que se alargan por su propia energía... Gestos que parecen romper las convenciones de las novelas confeccionadas según el manual del buen narrador.
Para saber si estas audacias funcionan debemos aplicar una escala de valores distinta de la del manual de confección. Supone la participación activa de quien cataloga objetos nuevos, de nada sirve la aplicación pasiva de quien comprueba si se cumple con las normas consolidadas.
Para no andarnos por las ramas: estos manuales de confección son simpáticos y bien intencionados pero absolutamente inútiles para escribir novelas que a mí (y a miles) nos interese leer.
Pero dada la cantidad de informes de esta guisa que circulan por la Red, ¿qué pasaría si estos principios se propagasen y se instalasen en el lenguaje crítico? ¿Qué clase de novelas serían sancionadas? ¿Hasta qué punto se achataría y se restringiría las imprescindibles dosis de creatividad ¿Y si ya estuviese pasando? Volveremos a este asunto.
@gonzalotorne