Eloy Tizón
La obra de Jordi Doce es una amplia meditación sobre la mirada. El título de su nuevo poemario, No estábamos allí, anticipa un juego sutil de distancias físicas y mentales, y un diálogo o confrontación entre la presencia y la ausencia humanas, entre el centro y la periferia, entre la palabra y el silencio. Primera paradoja: si no estábamos allí, ¿qué podemos contar? No somos testigos de nada. No hemos visto estallar la bomba ni hundirse el transatlántico ni podemos exhibir un selfie en nuestras redes sociales. Somos, de manera literal, invisibles.Pero precisamente ahí, quizá, radica la luz de esta apuesta. En un mundo en el que todos nos hemos convertido, más o menos, en reporteros gráficos, y somos bombardeados al mismo tiempo que bombardeamos a los demás con imágenes constantes, alguien acepta el riesgo de reivindicar al ausente, al mudo, al que ha preferido quedarse en casa en vez de acudir a la fiesta, pese a que es la fiesta imprescindible porque "va todo el mundo". Razón de más para no ir.
El ausente abre una fisura en la unanimidad del discurso. Es alguien que corta el flujo de saturación informativa y la pone en entredicho mediante la mera escucha distraída, el rodeo y la divagación. El protagonista de este libro que me atreveré a llamar de ficciones -pues los libros de poemas también son ficciones, vertebradas a la manera de una narración discontinua y musical, en torno a la mirada central de un personaje- dice: "Un niño se perdió volviendo a casa, y así comienza todo".
Este es un libro de anti-selfies. No de fotos robadas, sino de fotos devueltas a sus legítimos propietarios. La poesía está en peligro, siempre lo ha estado. Libros como el de Jordi Doce nos ofrecen un refugio y un motivo para seguir creyendo en la salvación. Es un libro que conversa con nosotros. Nos anima a persistir. Porque no estuvimos allí, lo vimos todo.