Gonzalo Torné

Mencionar una "tecnología" no aporta absolutamente nada al valor de una obra, claro está, pero un buen indicativo de que esa tecnología (y lo mismo vale para un hábito social o una manera de relacionarse) se ha impuesto es la manera cómo chirrían las novelas donde no aparecen. Solo con grandes torsiones argumentales puede permitirse un escritor que dos novelistas tomen rapé, vayan en calesa o se envíen cartas (también que se sienten a telefonear en el sofá de su casa o que no sepan porque se está retrasando alguien a su cita o que experimenten la viva urgencia de llegar al kiosco para enterarse de las noticias).



De manera retrospectiva estos rasgos (llamarles "adelantos" solo incrementa la confusión) ayudan a fechar libros más antiguos, les proporcionan una pátina de pasado con la que el autor, desde luego, no contaba. Me ha sorprendido estas Navidades leer un libro "antiguo" (antes de la expansión de las redes) donde, sin embargo, durante páginas y páginas tenía la sensación de estar sumergido en el presente. Les hablo de La nueva Grub Street de George Gissing, que pasa por ser el Zola inglés, o si se prefiere, un Dickens donde el retrato social se ha despojado de las coloraciones del cuento de hadas y del chiaroscuro de la caricatura. En otras palabras: Gissing ofrece, sin renunciar a los personajes, las situaciones y otras armas de la imaginación, una crónica certera del mundo literario. Tan certera que parece estar hablando del aquí y del ahora, del trepidante 2017.



Gissing ofrece una detallada taxonomía de la fauna humana que pulula por el así llamado "mundillo": el genio en apuros, el severo erudito, el literato-empresario, el bohemio, el vanguardista, el editor sin escrúpulos y el demasiado escrupuloso... Todo está tan bien descrito y pensado que el lector, confortablemente sentado en un salón que conoce de sobra, tarda un buen centenar de páginas en advertir que faltan las variedades digitales (bueno, también faltan las literatas, aunque hay una gran variedad de novias y viudas, algo de agradecer ahora que se han puesto de moda), que como los animales exóticos que llegan por primera vez a puerto después de una expedición más o menos científica eran todavía desconocidas en la metrópoli a finales del siglo XIX, que es cuando escribe Gissing.



Se echa de menos, sobre todo, al "trepador digital" que, apoyándose en la facilidad de establecer el contacto directo que ofrecen las redes, aumenta a niveles impensables para la sociedad victoriana la superficie de conversación (a base de menciones, palmaditas y chascarrillos) con sus editores y colegas del futuro. En este terreno hemos pasado de la tracción animal al motor de combustión.



Tendrá un mérito notable el novelista que logre capturar las nuevas dinámicas de relación que prosperan en el mundillo, las ambiciones, los peligros de ponerse en ridículo (nada es más fácil de percibir cómo el trepa se contradice y pasa de criticar los saraos literarios y los premios amañados a no perderse ni uno), la manera de establecer alianzas... Sobre todo si no nos ofrece una foto fija o un ensayo, sino el despliegue móvil de una narración. Quien logre algo así sí que estará incorporando las "novedades tecnológicas" a la novela.



Y pese a los años transcurridos no se olviden de echarle un ojo a La nueva Grub Street. Como modelo es (y seguirá siendo durante años) insuperable.



@gonzalotorne

De cocodrilo

La semana pasada les hablaba de las prolongadas "cadenas de duelo" que se originan en las redes sociales cada vez que se nos muere un famoso, cosa que no deja de pasar cada semana, una o dos veces (he creído columbrar entre algunos periodistas el deseo de que se muriese algún músico más para titular: "Año redondo de la muerte" o "Cómo vino la muerte este año"). Tras el fallecimiento de Carrie Fisher he recordado la catarata de críticas que la actriz recibió al retomar su célebre papel por haber incurrido en dos faltas gravísimas: envejecer y engordar. Poco menos que fue acusada de "desfigurar" al personaje (en realidad la acusaron de esto). Parece difícil que no coincidiesen algunos de estos críticos con los que participaron de su "cadena de duelo", y como la actriz era una persona más bien desconocida en España es plausible que los lamentos fuesen dirigidos al personaje, del que Fisher era apenas la imagen prestada. Cada uno llora lo que quiere, por supuesto, y no falta algún marciano dispuesto a asegurar que la muerte de un ser ficticio puede provocar efectos más intensos que la de una persona, pero, entre adultos, muchas de las lágrimas por Carrie Fisher tienen el aspecto de ser de cocodrilo.