Eloy Tizón
En estos tiempos de feísmo cínico, conmueve encontrar una joya como La La Land de Damien Chazelle. Ya desde la secuencia inicial, el número de baile durante el atasco de tráfico, filmado en un majestuoso plano secuencia en cinemascope, sé que veré algo hermoso. Y así es. La ciudad de Los Ángeles, tantas veces pintada como cloaca del mal gusto y el pecado, aquí es el decorado perfecto para el romance. Aunque el fondo de la fábula es poco original (la lucha del creador por alcanzar su espacio y a qué precio), el cuento segrega tal derroche de endorfinas, fe, entusiasmo, encanto, elegancia, amor enciclopédico hacia los clásicos del cine (a los que se cita con veneración genuina), y vitalismo, que es difícil no rendirse ante él. Cuando confluye tanto talento -guion, dirección, fotografía, actores, música, baile- el resultado es una maravilla para los sentidos.Su narrativa se basa en la permanente rectificación: la comedia corrige al drama, y viceversa. La nostalgia está desmentida por el humor. Es cine de prosa y cine de poesía. En la fábula, la fantasía zancadillea constantemente a la realidad mientras que la realidad lucha por imponer su trazo grueso. Las coreografías más emocionantes no son entre Mia y Sebastian (aunque también), sino entre el principio de placer y el principio de realidad, que se refutan uno a otro sin parar. La partida queda en tablas. Entre el escapismo de Hollywood y el suelo rugoso, regala momentos antológicos, como la primera cita en el cine viendo Rebelde sin causa y su prolongación en el planetario, donde el celuloide, de manera literal, estalla y vuela por los aires. Que esta proeza la haya escrito y filmado un chaval de 30 años produce asombro y reverencia. Uno sale del cine conmocionado de gratitud. A partir de ahora, todos los que amamos el arte residiremos, al menos durante largas temporadas, en La La Land.