Image: David Lynch

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Opinión

David Lynch

28 abril, 2017 02:00

Eloy Tizón

El documental de Jon Nguyen, Rick Barnes y Olivia Neergaard-Holm sobre David Lynch, The Art Life, está bien, pero sin exagerar. El problema es que Lynch se protege demasiado detrás de escudos, no se abre, es bastante granítico. Disculpo que no explique el sentido de sus extrañas visiones, abigarradas y oníricas, para dejarlas abiertas al libre albedrío de cada espectador, pero al menos sí podría ofrecer alguna clave sobre qué películas nutrieron su juventud, qué cineastas le conmovieron, qué libros leía... Cero.

En un documental que se centra en sus años de formación, considero que es una laguna seria. Vemos a Lynch solo, en su estudio de pintor en las colinas de Hollywood, a sus 70 años, con guantes azules de fregar platos, rebozando sobre paneles de madera materiales gelatinosos y en general desagradables, fumando encarnizadamente, hundido en el sofá con la mirada perdida en el limbo contemplando las musarañas, o jugando a hacer tartas con su hija pequeña Lula.

Con su incomprensible tupé de Montana, el director de Inland Empire impone sus distancias. Lo máximo que permite es acercarnos a un puñado de viejas fotos y de recuerdos, entre siniestros y turbadores, como la historia interrumpida de su vecino el señor Smith, que deja a medias. Cuenta Lynch que cuando alquiló su primer estudio en Boston, siendo estudiante, se pasó quince días sin ser capaz de salir a la calle. Todo le aterraba. Se alimentaba de las latas de conserva almacenadas por su padre en la despensa mientras escuchaba la radio en un pequeño transistor de pilas. Las pilas se agotaban, el sonido era cada vez más débil y deficiente, de modo que Lynch se pegaba el transistor a la oreja, hasta que aquel sonido enmudeció y sobrevino el silencio. Sí, encaja bien en su cine de fondo ominoso esa idea de una oreja sola en un apartamento que escucha un mar que se apaga, una música coja.