Eloy Tizón

Plantear preguntas incómodas debería ser una de las prioridades del arte. Zarandear nuestras creencias y rutinas. Perturbar. El arte no simplifica el mundo, sino que lo complica más aún. Así ocurre en la pieza teatral Blackbird, del dramaturgo escocés David Harrower, dirigida por Carlota Ferrer e interpretada de manera imperial por Irene Escolar y José Luis Torrijo. Hay una hermosa escenografía, con un primer nivel lleno de casitas de juguete con luces y un segundo nivel, a más altura, donde acontece casi todo, en el escaparate fluorescente de una oficina de las afueras, medio lavandería y medio sala de juntas, sin más lujos que un dispensador de agua y un contenedor de residuos rebosante de porquerías en el que, si tiras algo en él, el contenedor te escupe mucho más.



De eso trata esta obra: de la basura acumulada, de los destrozos del corazón y la carne, de la marea que sube y ahoga, de aquello que es tabú y no se puede nombrar y sin embargo sucede. Hace quince años, un hombre de cuarenta mantuvo relaciones sexuales con una niña de doce, pagó por ello con la cárcel, ha cambiado de nombre, de profesión, pero el pasado es un pájaro negro que siempre revolotea, picoteando aquí y allá, empeñado en regresar (el parque, los arbustos, la manta). Por eso reaparece ella, Una, el fantasma en busca de razones para esa noche inconsolable en que se quedó sola, en una cama de hotel, "enamorada, sangrando".



Caperucita Roja frente al lobo feroz. Lolita frente a Humbert Humbert. Hemos escuchado tantas veces la versión del lobo, el jadeo de Humbert, pero muy pocas la voz rota de la niña. ¿Cómo crece Lolita? ¿A qué se aferra para vivir? La pieza de Harrower no ofrece respuestas consoladoras, ni arrepentimiento, ni perdón. A lo sumo, la herida moral del presente que nos deja ateridos. Mejor no añadas basura a un contenedor saturado, o te acabará salpicando.